lunes, 13 de septiembre de 2010

Tesoro

Me gusta hacer durar las cosas. Conservo algunos objetos que viven desde hace mucho tiempo, señaladores, tarjetas, un jean, una pollera de cuero de mis dieciséis años que llevé a Bariloche, (los libros no cuentan porque no tienen tiempo) aros de la feria artesanal de La Plata, papeles escritos a mano, entradas al teatro, a boliches (las fotos tampoco, son inmortales).
Mantengo con vida esas cosas, las vuelvo a ver, a tocar, a oler cada tanto, y cada sensación que me llevo (su color amarillo, su superficie ajada, su olor a viejo) les da vida por un tiempo más. No las dejo morir. No las dejo ir.
Guardo en mis manos y mi memoria, por ejemplo, algunos poemas de amor que me dedicaron cuando la adolescencia desbordaba en mi ser, y el corazón se confundía de tanto alboroto.
Cuido las palabras que esas amigas me dieron cuando no teníamos ni la más mínima idea de lo que nos esperaba, y cuando escuchábamos Enanitos Verdes tomando mate de té frente al río, en La Salamanca, el club Regatas o Pelay.
No permito que se avejenten los programas de aquellos conciertos de la escuela de música en la biblioteca Popular, en que sufrir y gozar eran casi lo mismo.
Tengo aún ese perfume “Petit Amour” que me regalaron mis amigas del alma –ay los amigos, esa extensión de uno- cuando cumplí quince años.

Algunos opinan que debo desprenderme, que no es bueno conservar lo viejo.
Yo prefiero no soltar ninguna de esas cosas.

Más bien las cuido, las riego, las alimento y las veo crecer, mientras el pesar cotidiano, la urbe, los cajeros, los colectivos, el mar, los horarios, los impuestos y la sombra de los días, pasan.



Carolina Bugnone.

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