sábado, 11 de septiembre de 2010

Lucifer

“El tipo es un fóbico”, dice, y toma un sorbo de café con un gesto de qué me importa, y le importa. La otra mujer se ríe levemente, ocultando los dientes y apenas mueve la comisura de los labios para que la amiga no se ofenda. “Sino cómo se explica?”, continúa, mira hacia el techo mientras habla mordiéndose el labio inferior, y apaga el cigarrillo con fuerza exagerada en el fondo de la taza de café. “Y sí, fijate, primero mirá la onda que tira, después se borra increíblemente”. Y saca otro cigarrillo con gesto nervioso, lo enciende con premura, lo lleva a su boca sin pausa, arroja el humo como si escupiera la rabia y la desazón. “Pero me parece que te estabas haciendo la cabeza, Maru…”. La mirada que devuelve ante tal balazo, mantiene el mismo nivel de artillería. “No, boluda, no. Es un fóbico”. Y sirve la segunda taza de café, esta vez bien amargo, para que ese lago negro le queme la tráquea y le haga olvidarse del hombre.
Afuera empezó a llover por centésima vez en la semana, y se vuelven inevitables las quejas relativas al aspecto climático de la vida. Se suma que es lunes a las 9 de la mañana, y que acaba de entrar al café en el que desayunan, una parejita deseosa de derrochar besos. Las espectadoras miran imantadas por la escena, la amiga sonríe de nuevo y sin disimularlo, Maru destila un cierto odio ante la ostentación que cree cuasi obscena frente a sus ojos.
El celular de la amiga suena desconsolado, atiende y blasfema en voz baja, da algunas directivas y se extiende más de lo conveniente. Maru la oye sin oír y cada tanto desvía sus ojos hacia esa mesa endemoniada frente a sí. Aunque la que se siente endemoniada es ella misma. Puede sentir las llamaradas a su alrededor y la sangre que se acumula en sus ojos aún hinchados, de dormir poco y de llorar y del exceso de clonazepam que se viene tomando hace unos días.
Entonces, mientras la amiga sigue parloteando con mal gesto, ella se levanta de la mesa con un impulso hasta ahora desconocido. Camina sobre las llamas del infierno y su aliento es caliente y húmedo y maloliente, y sus ojos brillan amarillos y desorbitados, y su pelo se crispa y parece un revuelo de lenguas de fuego, y las uñas han crecido profusamente y lucen puntiagudas y negras, y la voz se le ha puesto grave y desencajada, y debajo de su túnica roja aparece el escote insinuante y rojo, como su boca desangrada, como la sangre en sus ojos. Y como un rugido desenfocado, les grita en la cara a los desconcertados amantes.
Y mientras ellos se levantan rápidamente, deciden a la vez y sin consultarse, retirarse del lugar con la mayor velocidad de la que son capaces, no sin antes responderle con un trillado pero no menos efectivo “locademierda”.
Maru se desploma ante la mirada incrédula de la amiga. Vuelve a la silla desinflada, deshilachada, la ropa destruída como la del increíble hulk cuando regresa tristemente a su pueril humanidad. Los cabellos quemados y oliendo a carne chamuscada, las uñas rotas, los labios mordidos. El aliento a cigarrillo y los ojos aún hinchados.
De no dormir y de llorar y del clonazepam.
“Es un fóbico”, repite innumerables veces. La amiga le acaricia la cabeza, aceptando su oficio de continencia y enfermera y bombero. Por el mismo precio. El de la amistad que actúa ante los desvaríos del ser querido.
O sea que la abraza, paga los cafés, la lleva del brazo y la sostiene, toma su cartera y le acomoda el pelo, chequea que tenga las llaves de la casa y se sube a un taxi, rodeándola con su brazo y diciéndole “shhh” como las madres que calman a los hijitos que lloran, o como cualquiera que calla a una mascota que chilla.
La deja en su casa, en su cuarto, se asegura de que vaya al baño, le lava la cara y la ayuda a acostarse. La tapa, le apaga el velador, le vuelve a decir “shhh” mientras la otra ahoga los últimos “es un fóbico” tras un hilo de baba y la mirada perdida.
Se retira silenciosa, cierra con la llave que tiene de la casa de su mejor amiga. Camina hasta la esquina, y se sube al auto con el fóbico.


Carolina Bugnone.

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