domingo, 27 de febrero de 2011

EL POST DE LOS LUNES: Dos Bocados

Robert G. Griffeth

Es una de esas tardes frías de julio en las que el sol falla una y otra vez en calentar los cuerpos. El auto se mueve rápidamente sobre la autovía dos, deja atrás un vuelo de árboles tristes y las líneas blancas que marcan el centro del camino se escapan como abejas asustadas.
Adentro, el nene mayor canta bajito y el menor pega su nariz al vidrio, ocupado en jugar con el vapor alrededor de su rostro.
El hombre oye sin interés los sonidos opacos de la radio, un montón de palabras banales y ajenas.
Las imágenes vuelven y hacen eco en su pensamiento, mientras su esposa –muy lejos de todo aquello- se entretiene con una revista de modas. Ése día él había llegado a la oficina como siempre, había saludado a todos, se había servido un café amargo y se había acomodado en su escritorio, frente a los papeles y la computadora. Las mañanas son últimamente largos tramos de aburrimiento y escenas previstas. El hedor del tiempo que transcurre sin sorpresas empieza a meterse en sus horas.
El sol cae con prisa, anuncia una noche sin grillos y una niebla azulina sobre la luna. El silencio abraza las cosas y los sonidos, ahoga los restos de música en la radio y aprieta las gargantas con indiferencia.
Todo empeora cuando el auto se detiene y no vuelve a marchar.
La mujer despierta sobresaltada y le pide al marido intentarlo de nuevo. Los nenes se ríen lejos de todo, divagan en juegos absurdos, sus ojos sueltan una luz desconocida.
Se quedan a oscuras, sin radio, sin palabras, sin movimiento. El hombre intenta ver qué sucede, revisa una y otra vez el motor aún tibio. Nada explica lo que está pasando. El camino parece vacío y la noche es un agujero de nada que hunde a los desprevenidos.
El hombre siente la presión en su cabeza y no encuentra las aspirinas.
La mujer comienza a sollozar, ruega por algún automovilista despreocupado, alguna linterna encendida, algún indicio de presencia humana. Sólo quiere volver a su casa. Desde que nacieron sus hijos, el hogar es su única preocupación. Se mueve con eficacia y comodidad entre las paredes bien decoradas y los muebles de las habitaciones, y convierte ese espacio en el único posible, el único pensable, el único seguro. Atrás dejó al canto, los años de clases, los ejercicios respiratorios y las arias italianas, como fotos olvidadas, como polvo de tiempo malgastado y bordes húmedos, perfume a viejo, museo de antigüedades. Ahora no desea más que ser una buena esposa y una buena madre. Particularmente eso, el bien para sus hijos.
Los chicos se ríen ruidosamente y cantan cierta canción con letra irreconocible.
¿Chicos, pueden hacer silencio de una vez?
Las vocecitas crecen imperceptiblemente como violines sin dueño que suben y agujerean los oídos, se mezclan con risitas y espasmos entrecortados.
¡Cállense!
Como bocinas y ladridos, mezcla de sonidos confusos, las vocecitas continúan, irremediables, el camino hacia el dolor en los oídos.
Resuenan inteligibles las palabras de un mensaje enigmático.
Resuenan hirientes y desencajados los sonidos agudos.
Los ojos del hombre desorbitados.
Los de la mujer con espanto.
Las pequeñas bocas abriéndose desesperadas aumentan increíblemente, hasta superar el tamaño de sus cabezas.

Lenguas negras.
Saliva espesa.
Dientes afilados.
Un bocado.
Dos bocados.
El silencio atrapa la ruta, el auto, los cuerpos inertes.
Sólo caen los ecos de unos sonidos indescifrables.
Unos raros sonidos, ínfimos, pequeños, inofensivos.

viernes, 25 de febrero de 2011

Embarazo, de *Paula Fernandez Vega.


Lleve una vida sana, no tome pastillas, no fume, no se exceda en carbohidratos. Sonrisa, dos golpes secos en el hombro, sonrisa otra vez. Ella salió del consultorio y la voz del médico resonaba en los pasillos como un eco, la cara se le caía sola y arrastraba los pies lánguida y cansada. Una enfermera, desesperada por socorrer a cualquiera que pasara, le preguntó si estaba bien, si quería recostarse y ella no la escuchó y siguió caminando sin cambiar su rumbo. La muchacha se quedó mirándola con un poco de lástima, pero la olvidó enseguida. No pensaba en el bebé, el bebé en sí como cosa, sino en todo lo que la arrastraba a creer verdaderamente en él. Esos consejos repetidos, la futura alegría de la familia, el crecimiento de la panza, aquel camino tortuoso y determinado que conduce al nacimiento, del que ella tendría que hacerse cargo hasta el día de su muerte.

Encendió un cigarrillo al salir del hospital con una culpa que sólo la hacía disfrutarlo más y continuó caminando como si nunca pudiera dejar de hacerlo. Miró los rostros de las personas y pensó que quizás alguno de ellos sea su hijo en unos años, y pensó en la posesión, en el respeto, en las discusiones de adolescente, en las veces que le pedirá que no fume mientras un cigarrillo le pendiera de la boca y le diga que justamente por eso, lo imagina todo, días de silencio tortuoso porque ella realmente no esperaba tener que hablar con un hijo, no esperaba ponerse triste por algo en la vida, tener un motivo real de sufrimiento y sacrificio. Lo que hacen todas las mujeres, el sueño de todas, aquello a lo que las niñas aspiran con un suspiro ensoñador, ahora lo tenía y sólo le provocaba un ligero dolor de estómago, un gesto de sorpresa y la eterna e incansable reflexión.

Llegó a casa tras subir en un ascensor que era una especie de lugar de instropección y ahogo, en el que vio pasar toda su vida en una ráfaga pesadillesca, donde la infancia, la adolescencia y los primeros años de preciosa juventud se esfumaban para dejarla en este piso, rodeada de ese reflejo tosco donde veía sus ojeras nacientes, y adivinaba su futura panza posando de perfil. Lanzó las llaves en algún lugar y se tiró mirando al techo para recordar. no se exceda en carbohidratos, no fume, supuso que no aclaró lo de las drogas porque debía estar más que claro. La cara ilusionada del médico, como si él fuera el padre, las veces que habrá repetido esas frases con todo tipo de mujeres, las que venían intentando tener hijos hacía años, las que lo programaron matemáticamente como a todas las cosas de la vida, las que habían sido violadas y que habían empezado a creer en dios para que no hubiera un ser viviente en su vientre, las adolescentes que creyeron estar jugando en alguna noche mareada, y ella, que no sabía dónde calificarse, pero igual a todas las demás. Quiso abrazarlas y compartir su tristeza, pero nadie podría entenderla. Otro cigarrillo era mejor, pensó tras una sonrisa falsa a pesar de estar sola, fumó como en esos momentos de ansiedad extrema, pitadas largas, aspirando con fuerza el humo, pequeñas dosis de placer eran suficientes.

Alguien debía ser el padre. Preguntarse eso en ese momento era, por cierto, bastante absurdo. Le parecía una idea lejana, poco importante. podía ser, ciertamente, cualquiera. O nadie. Y si nadie es el padre, se pregunta. Olvida ese absurdo instante. de repente, piensa en un bebé. No lo había hecho hasta ahora. Biológicamente, un niño es de dos personas. pero ella era una sola. Y tenía una botella rota en la mano, cerca del vientre.

Lleve una vida sana, no tome pastillas, no fume. Encendió un cigarrillo irreal, mientras la sangre irreal le cubría las manos. Dos golpes secos en el hombro parecieron volverla a la tierra. Sonrisa otra vez.


 *Paula Fernandez Vega, poeta y escritora, estudiante en Letras, Mar del Plata
                                                                                                                                       http://divaguesdiarios.blogspot.com
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martes, 22 de febrero de 2011

negación


Chema Madoz

hay cosas que se me niegan
como cierto dormir con entrada de aire
compartida
como cierta paz desértica
el aburrimiento
mirar el techo horas y horas
coghlan
cualquier otro barrio
cualquier otro techo
cualquier otro aburrimiento

se niegan se niegan
y no alcanzan
los gritos que pueda dar para llamarlas,
no va en los decibeles
es cuestión de algo que no
descifro

esa tozudez maligna
esa insistencia en el no
tijera peligrosa
corta
la respiración.

viernes, 18 de febrero de 2011

La escuela de música: César

César al piano - "Divagaciones", dir. Inés Saavedra, 2009

La escuela de música se fundó un par de añitos antes de que ingresara en ella, y de que naciera. Yo soy del ´74, y tenía seis la primera vez que entré, pasaba a segundo grado y en casa siempre hubo mucha música. Mi papá cantaba (canta) con la guitarra, y mis tíos también: aprendí zambas muy viejas y ritmos litoraleños desde que nací. Soy fan de “La pasto verde” -no sé si alguien más la conoce, me encanta cantada a dúo por mi tío Tabita y mi viejo- “tiempo de la Pasto Verde, zamba del coraje hecho mujer”, dice.
               Me crié entre mosquitos, guitarreadas, Pelay, la Normal, Gualeguaychú, primos, otros parientes en La Plata y la escuela de música.
               Tratar de recordar los años por los que transité en ella, que fueron once, se me hace larguísimo. Fue toda mi infancia y adolescencia, nada menos.
Como me resulta difícil, voy a elegir algún lugar por donde empezar.
Por César Rojas.
La primera vez que lo ví en mi vida, él estaba en un aula (cuando la escuela se situaba en la antigua calle Vicente H. Montero, “la vicente hache” le decíamos). Yo avanzaba desde el patio y lo ví y lo escuché. Según recuerdo, era un patio bien antiguo, como toda la construcción, hasta tenía un aljibe si la memoria no me está inventando cosas. Y plantas, muchas. Desde el patio se accedía al buffet, que era un hermoso antro para los organizadores del Centro de Estudiantes de la escuela, en manos de Omar, otro depositario de mi corazón de la infancia.
César tocaba el piano y lo rodeaban algunos chicos. Tenía trece años pero parecía mucho menor, yo tendría ocho. En ese momento salía magia pura de ese salón: tocaba la canción de la película Flash Dance, de absoluta moda en esos años. Éramos el asombro personificado en un puñado de gurises que oíamos azorados la perfecta melodía que conocíamos por la tele, emanada de ese piano y de esas manos. De ese morochito flaco y sonriente que se quedó con una parte de mi alma desde el primer minuto.
César fue mi amigo desde el principio, si bien en el medio estuve enamorada de él, como seguramente lo sabía o lo sospechaba. Era un período de franca admiración por ese chico desgarbado y que sonreía a pesar de ser un sufrido –porque la vida lo venía cacheteando de lo lindo-. Nunca había conocido –y creo que nunca volví a conocer, y no creo que exista- a una persona con tanto talento, bondad y sufrimiento juntos.
César y el piano eran una sola cosa. No se sabía dónde empezaba y dónde terminaba cada uno. No estoy exagerando, pueden comprobarlo en cualquiera de sus presentaciones en el teatro, hoy viven en Capital, es actor, hace música en escena y dicta cursos y talleres literarios, porque además escribe como los dioses. Pasaron muchos años, pero convengamos que hay cosas que no se pierden. Estaremos más curtidos, más viejos, todo lo que quieran, pero esa luz no se le fue. Nunca.
Entonces, César y el piano se fundían y ese fue mi primer encuentro con la magia. Vino de su mano sin ninguna duda.
Fuimos compañeros de las materias de la escuela de música durante tantísimos años, al menos diez, aunque él iba adelantado porque le sobraba talento, entonces rendía y pasaba a otras materias. Era como una especie de amigo-maestro. Como ahora.
Nunca olvidaré el Andante de Mozart para flauta y piano que hicimos cuando mis trece. Y el maestro Hualpa nos dio unas clases de interpretación, se fue desde Buenos Aires hasta Concepción del Uruguay y nos dictó un curso formidable. En ese entonces me perseguía una ansiedad maligna que no me dejaba disfrutar del todo ni tocar tranquila ni nada. Pero yo lo tenía a él  haciendo un colchón perfecto desde todos los lados, en lo musical, en lo afectivo.
Nos matábamos de risa con él y María José, cuando éramos ya adolescentes. Inventamos al personaje “Cachito”, le poníamos texto, armábamos situaciones graciosas por las que pasaba, como que estaba enamorado de “la Grecia Colmenare” y casi siempre le iba mal en todo.
Tocamos los tres, una vez, “es un pájaro que vuela con alas de papel, se llama amor, si lo encuentras, quédate con él” decía la canción que cantaba María. Y “Gurí en la siesta” de Magma. Me acuerdo de cada nota y dos por tres lo vuelvo a tocar, sin César ni María.
Iba a casa y charlábamos largo. Y cuando se fue a vivir a Buenos Aires, nos mandábamos unas cartas interminables, de puño y letra porque no existía el mail, y cuando empezó a existir ninguno de los dos tenía. Nos conocimos parejas del otro, algunas de nombre, otras personalmente.
Por César y María empecé a leer Benedetti. Y me enamoré en el instante de todos sus cuentos. “La poesía no me gusta tanto, se pone panfletario”, me decía. Los cuentos me atraparon de entrada. También me llevó por la senda de Kafka y algunos poetas.
Un día me hizo una canción, letra y música, para mi cumpleaños de doce creo. Me morí de vergüenza pero guardo el papel original donde está escrita, con su letra.
Otro día me regaló una poesía de otro, que hacía suya para mí.
Yo le escribí muchas cosas, que sólo hace unos pocos meses, como veinticinco años después, le pude dar por mail.
César es un tipo destinado a hacer explotar las cabezas y los corazones de quienes lo ven en escena y lo leen, y llenar de belleza y luz a quienes lo conocemos.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Fluir

Man Ray y Marcel Duchamp










"Si estuviéramos encerrados en nuestro reino sagrado,  como decíamos, nuestra vida en Buenos Aires se tornaría insoportable”. Rodolfo G. Kusch.
           
Mi hijo se fue con mi ex, la señora que limpia mi casa una vez por semana se fue hace un rato, mi último novio se fue hace como un año, no tengo que ir a trabajar y por azar o no sé por qué se fue cierta angustia atosigante y las ganas de dormir la siesta. Aquí estoy, a las dos de la tarde, diciéndome que debería ir a la playa en vez de estar encerrada escribiendo.
Pero la soledad se me torna tan rara, escucho Regina Spektor, miro la casa limpia y ordenada como quisiera sentirme yo, acá, adentro, y me toco el pecho cuando lo digo como si pudiera hacer entrar por ósmosis ese orden hasta mi interior.
“Pa´mí” diría Rodolfo Kusch, sí, eso mismo, adentro, el frasco.
No estoy triste, sólo pensativa. Tampoco puedo estar alegre, aprendí el último tiempo que es mejor andar así, despacio, en un estado límbico: ni demasiado sufrimiento ni exagerada felicidad. Porque es una trampa, del otro lado de la moneda está la misma dosis de infelicidad. Otras veces no hice caso, me zambullí en la alegría y que se partiera el mundo, a mí qué me importaba.
Pero uno empieza a cuidarse un poco más y se anticipa al próximo sablazo. Estar a la defensiva que le dicen.
Así es que con un gustito dulce por ciertos planes que no me funcionaron, me quedo sentada escribiendo y no pierdo de vista que la moneda maldita de las cosas tiene esa cara escondida, espantosa, esperando. Me pregunto si  podré correrla con un empujón cuando se me venga.
Hace calor, ya empiezo a tener el sueño de la siesta. Y la tarde se pone ajena.
Hoy es limbo. Memoria reciente que empalaga, memoria vieja que asusta.
Cal y arena.
“Pa´mi” y esa radio monstruosa.  Rodolfo Kusch y John Cheever.
Es la batidora de mi presente: licuado inédito.
              
               Fluir, lo más difícil.

lunes, 14 de febrero de 2011

EL POST DE LOS LUNES: Alternativa


estoy ajena
o enajenada, no podría decirlo
con certeza
cierto ruido me recuerda
que acá están las cosas
digo, las sábanas
el ventilador de techo
las mañanas
el café
los otros

y si  miro a lo lejos
detrás
detrás de mis ojos
detrás de todos los detrases
de todos los espejos

tan ajeno
aunque esté acá en mis
mandíbulas
aunque lo respire
y me empalague los pulmones
y se deshaga en mi boca
la glucosa agria del tiempo
tortuosa y corrosiva

los pasos o las brazadas
o los pestañeos
me distancian
y sé
que aunque tome suficiente aire
y mi cuerpo se retuerza hacia adelante
no tendré otra alternativa
que inventarme
otro
mundo.

sábado, 12 de febrero de 2011

Deseo


Es como si un tren me empujara.
No digo que me chocara,
sólo que me empujara
desde atrás
y me llevara a su velocidad.
Un tren eléctrico,
esos que corren parejos
con la luz.

Es como si un alud me impulsara,
no encima de mí sino
que me hiciera volar con su fuerza
y desmentir la gravedad,
riéndome de los que veo
desde arriba
mientras saludo,
están tan quietos, tan lejos
parecen hormiguitas
desde acá.

Y también es
un disparo, un despegue
en Cabo Cañaveral,
un vuelo intergaláctico,
el trayecto de una estrella fugaz,

un grito arrojado a cualquier eco,
un instante de ahogo,
un agua con ganas de tragar,
una inmensidad.

jueves, 10 de febrero de 2011

Mírame bien, de Gustavo E. Orpinela

Henri Cartier Bresson

Este tiempo de espera podría reventar mi reloj. Los segundos se acumulan con obstinación en la puerta de la habitación donde ahora me encuentro detenido. Parece que no terminas de bajar nunca del carro. Se te ha olvidado algo. Desde el quicio de la puerta te observo con una vehemencia que se ha apoderado de mi respiración: tu cuerpo decide uno a uno sus movimientos como si habitara en un universo en el que yo no tengo reservado ni siquiera uno solo de sus más olvidados rincones. Me sorprende pensar en eso. Me ruboriza percatarme de que me duele lo obvio: son tus gestos, tus palabras, tus silencios, tus gustos, tu mirada, toda tú, un territorio al que no me es lícito entrar, pero no porque tu voluntad no me lo permita, sino porque estos seres que los humanos somos, terminamos en la epidermis, llegamos hasta el límite donde se encuentra esta envoltura que llamamos piel: esa misma que posee el secreto y ominoso poder de marchitar un cuerpo. Pues bien, me he topado con esta pared, y por un instante me ha invadido una vergonzosa sensación de horror. Pero es sólo, afortunadamente, un instante. He dicho que tus movimientos se suceden unos a otros con una independencia irreverente, con una soberbia de la que tu cuerpo, sin embargo, no posee la menor noticia. Es necesario decir más: desde acá parece diluirse el color del interior del cuadro en que se convierte el carro que te contiene todavía: eres, de pronto, una actriz del poco buen cine mexicano que, en blanco y negro, todavía se hacía en los sesentas. Pareces tan lejana y, de golpe, pienso que, sin embargo, estoy a punto de tenerte tan lascivamente cerca.
            Casi me decido a ir por ti, pero antes de que dé el primer paso, sales del auto, como si estuvieras jugando con mis irrefrenables ansias de ti, como esos niños pequeños que ante el enfado definitivo de sus padres terminan por realizar de inmediato lo que tanto se les había pedido y tanto se habían resistido a hacer, felices de estar absolutamente a salvo en medio del huracán colérico que gobierna a sus padres. Pero tú no tienes idea de nada de esto que yo, estúpidamente, te atribuyo. No me estás haciendo esperar, deliberadamente, más de la cuenta. ¿O sí? No creo que tenga ningún sentido detenerme a alimentar esa posibilidad cuando, por fin, estás cerrando el carro. La minifalda que llevas puesta está hermosa. No. La minifalda no. Intentaré expresarlo con mayor precisión: la minifalda que traes, hace que tus, ya de por sí, hermosas piernas se ofrezcan a la vista con un plus de belleza y atractivo carnal bastante considerables. Iba a decir que se enciende la llama de mi deseo, sin embargo, prefiero ensayar otras frases que quizá no sean tan exactas, aunque sí menos ramplonas; además, ¿no es acaso la búsqueda incansable en el lenguaje lo que puede llegar a producir un efecto de exactitud que, por lo demás, en el fondo es siempre ficticio? Así, prefiero entonces aventurarme con una combinación de palabras que logren una conexión afortunada entre sí, o, mejor, menos ambicioso: que me digan algo a mí, aunque a los otros les suenen probablemente absurdas: viéndote venir, mi piel despierta de su letargo para hacer fluir lentamente en mis venas una incipiente dosis, apenas, pero suficiente, de la promesa de tu voz transpirando en mi oído. Y luego, tus nalgas. A veces pienso que todo mi deseo ha sido vaciado en ellas, ¿sabes cuánta mirada mía está acumulada ahí? No tengo tiempo para imaginar una posible respuesta de tu parte: tus labios se han estrellado en los míos, justo en este instante, con una furia que te desborda y que casi me asusta. Por algunos segundos, tu boca me resulta tan ajena como una ciudad distante y siniestramente desconocida, en cuyo interior no tuviera otra salida que quedarme para siempre a vivir. Cierras los ojos, perdida en tu papel, sumergida en un bosque oscuro en el que las hadas se han confabulado para dejarte correr con una libertad absoluta que no puede existir. Lo sé porque cuando me besas, yo no cierro mis ojos, atento a los gestos que te dibuja en el rostro esta pasión desbocada, registrando, con un morbo del que me sorprende no sentir el menor pudor, cada uno de los movimientos a los que te empuja este deseo infernal. Mis manos me han ayudado a alejarme de esa ciudad desconocida y, súbitamente, me eres obscenamente familiar: tu cintura me obliga a someterte desde la fragilidad que te denuncia, tus pechos me gritan que los libere, tus manos han convertido mi piel en su refugio largamente anhelado y tu pelo se quema en la brasa delirante que soy.
            El espejo de mal gusto que engalana una alcoba que evoca un sinfín de pasiones perdidas, nos convierte en los protagonistas de un encuentro furtivo: en él puedo ver cómo mis dedos han recorrido la distancia que va de tu cintura a la parte final de tu breve falda para levantarla con una velocidad que me permite observar con una gratísima sorpresa cómo es que no llevas ropa interior. Pienso, adrede, en estos términos: o sea que antes de venirte para acá, te quitaste los calzones. La palabra calzones se confunde en mi pensamiento con pantaletas, pero me inclino por articular en silencio la primera, quizá porque, en su vulgaridad, incrementa mi excitación. ¿Excitación? ¡Qué palabra! Prefiero algo así como ardor.
            Todo se ha dispuesto de tal manera que apenas puedo tomar consciencia de cómo estoy siendo arrastrado por lo que acontece en y con nuestros cuerpos: te beso, te beso con una vehemencia que no cabe en mis sentidos, acaricio tus nalgas perfectas, las aprieto, las pellizco, y, mientras, te sigo besando: ahora en el cuello, en las orejas, de nuevo en el cuello, en el pecho, te saco de encima la blusa con violencia: quiero que no te quede ninguna duda de que esto no es amor: es puro mar amargo que me estalla en las venas, en el pecho, en mi miembro que tocas como desesperada, que besas, que lames, que bien podría servirte para arrullarte y quedarte sosegadamente dormida, pero que ahora se ha convertido en tu golosina predilecta a la que cualquiera diría que eres adicta. Yo te levanto del suelo, en donde has hecho tu culto, para terminar de subirte la falda, aventarte sin ninguna delicadeza a la cama, abrirte con estrépito las piernas y -haciendo una pausa casi imperceptible, pero inolvidable, para observar con mis ojos embriagados de ti, la ausencia bendita de cabello en tu sexo infalible- penetrarte con una intensidad de maremoto, de temblor que devasta, que destruye el universo y lo vuelve a edificar por completo. Mis embestidas han terminado con el sitio que mi cuerpo le había puesto al tuyo: tu piel está siendo vulnerada, profanada, mancillada, macerada, por mi sed infinita de ti. No soy ese que tú crees: soy el que te está metiendo la verga hasta tocar el fondo de tu mirada inasible. Soy el que te muerde salvajemente los pezones, el que escucha tus gemidos punzantes de mujer en celo, el que acelera sus embestidas cuando tú le exiges, le imploras, le suplicas que te dé más, y más fuerte, el que cae a tu lado en mil pedazos, como una lluvia ácida, como un jarro que se quiebra con estridencia escandalosa, mientras tu cuerpo padece los estertores que dan la impresión de no querer o no poder terminar, por haber llegado en un par de ocasiones a la cúspide del aturdimiento carnal.
            El celular, con su insistencia, te saca del hogar que te había construido en mi mirada: te incorporas con una prisa que me hace odiarte en secreto, te bañas, te enfundas nuevamente en la ropa que traías, aunque esta vez con el añadido de una pantaleta que extraes de tu bolsa de mano. Recoges mis trapos del campo de batalla y me los lanzas sin ningún miramiento a la cara. Por primera vez escucho tu voz: levántate y cámbiate rápido, los niños ya salieron de su posada en el kínder: parece que ya se fueron todos y que son los únicos que están ahí. Cuándo vendremos de nuevo, te pregunto, pero la voz que me responde ya se ha ido desde hace un buen rato de ahí: suena a cocina, a supermercado, a domingos por la tarde con los niños, nuestros niños, en el parque y el jardín.

Gustavo E. Orpinela
Psicoanalista y docente en Letras, Culiacán, Sinaola, México.

             
             
           

domingo, 6 de febrero de 2011

EL POST DE LOS LUNES: Dejar caer


Henri Cartier Bresson

Convivo con el tumulto
de la ausencia,
esos pasos que se alejan,
cada vez que lo pienso
perdí la cuenta, la perdí
y a otras tantas
cosas.
Convivo con el silencio
que a dios gracias llegó de una vez,
cuánto mejor
que los gritos
vagando por dentro.            

Nadar en la nada
no era tan malo.

Ni aburrirse tan aburrido.
Sólo saber despedirse,
sólo saber desprenderse
y
dejar
de
caer,
y
dejar
caer.