miércoles, 14 de diciembre de 2011

domingo, 11 de diciembre de 2011

LUNES: 39*



A Marta y Enrique




 Susana estudia psicología en la Universidad de La Plata, corre 1971. Es alta, hermosa, tiene unos ojos profundos verde mar, el pelo cortito (esto es lo último en Europa, te va a quedar divino le dijo el peluquero) y una boca amplia y roja.
Viene de una familia de trabajo en la que faltaron varias cosas. Tiene unos hermanos a los que quiere como hijos, la diferencia de edad y otras cosas de la vida justificaron su crianza.
Alicia, su amiga de la facultad, la invita a pasear a una provincia rodeada de ríos y árboles y pájaros, el pueblo de donde es su novio. Todavía faltan un par de años para el miedo y el exilio. 
Enseguida se juntan con amigos del lugar.

Augusto se acaba de recibir de abogado. De familia culta, acomodada y católica, le sobran inquietudes y deseos. Para irse del acomodamiento y del catolicismo.
Es flaquísimo, usa unos enormes anteojos con marco de moda y canta, si no como los dioses, parecido. Tiene mucha vida social y empieza a enterarse de qué se trata bancarse solo y trabajar.
Recién sale de un noviazgo tormentoso y alocado. No quiere saber nada más con minas desquiciadas.

Son las tres de la tarde y Susana y Alicia llegan al pueblo del agua marrón.
Bajo los árboles, los desconocidos se miran, los amigos ríen a los gritos, tocan la guitarra y todos están contentos.
El pecho le tiembla, Susana no salió muchas veces de su casa y menos a otra provincia y menos con una amiga. La gente habla con tonada graciosa, ríe con escándalo y no se cansa de cantar. La sensación de bicho raro es una constante, es cierto que le miran mucho los ojos, el pelo cortísimo, las piernas delgadas, la cintura insinuante y la bikini tejida al crochet.
Por suerte le sobra boca para sonreír.
El río está planchado, no es como lo imaginaba, no corre peligrosamente, no se lleva a los desprevenidos, no hay pirañas. Descansa bajo el enero que asfixia. Los pájaros se hacen oír a la tardecita, a la hora en que se encienden los espirales de la guerra contra los mosquitos.
Augusto despliega sus dotes de humor y sus canciones, tiene un aire de líder dentro del grupo de hermanos y amigos. Es involuntario, la simpatía le fluye entre los dientes, la mirada expresiva, los comentarios agudos y los tonos exagerados al hablar.
Las miradas se pegan entre sí, imposible disimular.

La voz de la zamba y los ojos del agua: no hace falta demasiado para que el encanto se anude al vértigo.

Tirarse al precipicio del deseo, las distancias concretas y las otras, los proyectos, las ganas, el apuro, la brutal inconsciencia de las decisiones.
No hace falta demasiado para que el encanto se anude al vértigo.

Quizás todo se resuma en desafiar los kilómetros, las diferencias, los obstáculos visibles e invisibles, los que se enunciaron y los que nunca se dirán. Quizás todo indique que sobran los motivos reales y los argumentos aceitados para desistir.
Pero no.
Porque vamos, lo importante está en otro lado.



 *Este es el último post en este blog. "O qué" se muda a partir de hoy a  www.lasletrasoque.wordpress.com , nos vemos ahí.

domingo, 4 de diciembre de 2011

LUNES: Cumpleaños, de Pablo Roset*



Marina regresó a la sala de estar con una botella de whisky, algunos cubos de hielo y unas perlitas que sus ojos pronto reabsorberían. Si la conocía un poco, podía asegurar que estaba feliz de agasajar a sus amigos. En un extremo de la mesa, Marga y Miguelito sostenían una discusión acalorada que los mantenía al margen del grupo. Fue Dolly quien, entonces, saltó de su silla para llamar la atención. Como siempre.
- “¡Ah, miren esto, la que nunca tomaba alcohol… se ve que encontraste tu medida!”
Había sido un comentario anclado en aquel pasado que nos reunía. Percibí que Marina lo había recibido con una expresión alegre en sus ojos (que ya habían secado). Sin embargo sus labios, pintados con delicadeza, permanecieron tiesos. ¿La inercia del silencio? Tal vez. O quizás la falta de una respuesta adecuada. Por fortuna era capaz de sonreir con sólo entrecerrar sus párpados. Estaba ansioso por escuchar cómo se defendería. En ciertas ocasiones, pinchazos como el de Dolly servían para activar relaciones enmohecidas por el desuso. Me hundí en el sillón para disfrutar de lo que de un momento a otro sucedería.
- “Es que el tiempo me ha enseñado muchas de las cosas buenas de la vida.”
¡Excelente!, pensé. Un toque de seriedad aderezado con buen humor. Dolly lo recibió tal como en esgrima se acepta un touché, con honor y resignación, y volvió a acomodarse en la silla. Veinte años atrás habrían saltado chispas. Yo mismo, confieso, hubiera sido más duro con ella. Habría puesto en evidencia sus nuevas medidas XL.
La música se estaba perdiendo en un fade out que arrastraba a Marga y Miguelito a callar sus diferencias. Habían congeniado muy bien. Esta clase de reuniones (“con un paisano de cada pueblo” habría acotado nuestra querida Maru) siempre estaban al borde del fracaso o del éxito. Los dos intelectuales no habían demorado nada en dejar al resto afuera de los temas que (ellos pensaban) nadie iba a entender.
- “¿Por qué no brindamos por algo?”, dijo Marga para rellenar el silencio. Había bajado del Parnaso a una tierra yerma en la que se movía torpemente. ¿Qué esperaría de la reunión?
- Sí, pero que antes Marina diga unas palabras. Solía hacerlo muy bien.” La idea surgió de Miguelito. Marina, sorprendida, resopló un aire de falsa consternación. Era el pie que necesitaba. Más tarde, esa misma noche, entre las risas opacadas por el alcohol, Marina se dio cuenta que Miguelito había sido espontáneo y sincero.
- “Justamente. No lo sugerí para que no termináramos todos abrazados en un llanto a moco tendido.” Dolly era así. Siempre se mostraba un paso más allá. Si alguien tenía una idea, ella la había pensado antes. Si alguien gritaba, ella daba alaridos. Si alguna llevaba minifalda, ella iba desnuda.
A todo esto, Miguelito era un espectador de lujo. Si bien nunca tomaría la iniciativa de hablar en público, era capaz de escribir el discurso más emotivo y certero para cualquier ocasión. El silencio lo había cohibido, pero cuando Marina se incorporó para hablar volvió a experimentar seguridad, a meterse en una burbuja impermeable que lo eximía de compromisos.
- “Quiero que todos miren hacia allá, al sillón del rincón. No es casualidad que haya estado vacío toda la fiesta. Está ahí para simbolizar a aquellos amigos y relaciones que quedaron al costado del camino. Cada uno de nosotros le pondrá el ocupante y el nombre que desee. ¡Brindo por nosotros y también por ellos, porque fueron, y aún son, el alma de nuestras alegrías pasadas… al igual que ustedes lo son hoy para mí.”
Luego sobrevino un bache, un silencio de radio, un fondo cargado de pensamientos. Afuera, la noche proponía escarcha y algún bocinazo en la esquina. Un grupo de chicos y chicas cruzaron abrazados frente a nuestra puerta. Sin saberlo, ellos también marchaban hacia algún sofá.
Con los brazos extendidos entrechocaron los vasos y regresaron las palabras. Me hubiera gustado participar. La ví buscarme en el sillón durante unos segundos. Sus ojos, otra vez afectados, sostenían ese aleteo de colibrí que yo tan bien conocía. Al bucear en ellos supe a quién había sentado en el sillón. Luego quebró la mística y volvió a la torta y la velita. Marga y Dolly no disfrutaron la situación. Quizás habrían preferido sentarse ellas mismas en el sillón para poder lucir ante los demás como en otros tiempos.
La fiesta siguió su curso. Billy Holiday arrancó con su versión de Summertime y luego llegaron Ray Charles con Georgia On My Mind y Ella Fitzgerald con It Ain’t Necessarily So. Ellos también estaban invitados al cumpleaños que empezaba a terminar.
Era tarde. Miguelito se retiró después del café. Saludó a todos en general y a casi nadie le importó demasiado su partida, excepto a Marga. Al devolverle el saludo percibí en su rostro una luz particular. Diez minutos más tarde, Marga y Dolly salieron juntas y, por suerte, se llevaron a todos los fantasmas que me aplastaban en el sillón esquinero.
Marina terminó de lavar los platos y utensilios. Estaba feliz. Su imaginación me guió a su lado. Guardaba un cariño profundo por todos sus recuerdos. Hubiera querido darme una palmada cariñosa en el hombro y preguntarme cómo estaba. Lo sé. Alguna vez me había extrañado. Pero ahora estaba más tranquila. Cerró la canilla. Luego, en su cuarto, desparramó su cansancio feroz por toda la extensión de su cama. Segundos después, en el pesado sopor que le cerraba los párpados comencé a desvanecerme. Y así, mientras ella se dormía con una sonrisa en sus labios, abandoné la casa para volver al arcón de los recuerdos.


*Pablo A. Roset, escritor, psicofanguista. Algunos de sus cuentos han sido premiados e integran diversas antologías. Otros han sido publicados en revistas tradicionales en papel y digitales. Desde 2008 publica sus textos en su blog Proyecto Anecdotario http://anecdos.wordpress.com/.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Ojo por ojo*

                                                                                        “En el propio nivel de la experiencia fenoménica de la contemplación, este lado omnivoyeur asoma en la satisfacción de una mujer al saberse mirada, con tal de que no se lo muestren”.
                                     J. Lacan, Seminario XI.


Parpadea dos veces. Afina la vista, enfoca, entrecierra los ojos para ver mejor. A veces le viene una náusea por el olor. Cierra la entrada de aire por la nariz, y ahora es la boca la que se traga el vaho de los desechos. Incómodo pero extasiado, aguarda.
Teme moverse por si se resbala con alguna porquería blanda y sucia en el piso. La excitación aumenta cuando la mujer entra, cierra la puerta, y se prepara para su acto.
Parpadea de nuevo, acomoda el ojo a ese agujero, afina la vista, enfoca.
Por ese círculo, mira cómo la mujer se baja la ropa interior con un gesto mecánico, y resopla por el calor. Aire caliente, asco a bocanadas, cloaca y agitación, espera y saliva.
De pronto se escucha el sonido claro y limpio del líquido fluyendo por el inodoro  maloliente. Y el ojo se afina para ver ese hilo y su recorrido, y los extremos entre los que se extiende.
El ojo se agranda y se erotiza, se empapa en transpiración.
Se masturba, cada vez más fuerte. Le falta el aire.
Pero la escena se corta como tajo.
La mujer lo mira, el primer instante con asombro, el segundo con odio.
Sube su ropa interior con ímpetu, se moja pero no le importa. Furiosa acerca su cara al agujero, aprieta las mandíbulas y muestra los dientes, feroz, diabólica.
Grita.
El hombre cede, se retira hacia atrás, impactado y aún tieso.
Golpea su cabeza contra la pared, cae sobre el piso húmedo y asqueroso del baño, se toma la entrepierna, se detiene con el codo en el piso, se lastima con algo cortante en el tobillo. Ve abrirse la puerta de su baño, entra la mujer enloquecida de odio, desorbitada clava su taco derecho en los testículos confundidos. Y se va.
El hombre retorcido por el dolor, herido cerca del tobillo, apabullado, tembloroso, babeado y aún erecto, sonríe.


*otro de los cuentitos premiados en el Certamen Literario Osvaldo Soriano (Mar del Plata) en Cuento, este año.

domingo, 27 de noviembre de 2011

LUNES: Amantes


Qué malos amantes somos dijo, mientras nos sonábamos los mocos de llorar un rato largo. Veinte minutos después de matarnos en la cama.
Qué malos amantes dije, y nos abrazamos hasta la noche.
Sus ojos rojos y mi boca descascarada.
Hacía frío y no nos despedíamos.
La tristeza no pudo.
Y nos quisimos toda la noche, como en las películas.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

AVISO: FIESTA Y PSICOFANGO VOLUMEN II




Este domingo 27 de noviembre presentamos la segunda edición de Psicofango!

En La Cuadrada, 9 de julio 2737, Mar del Plata, a las 21 hs, con un bono contribución de 5 pesos.

En una Fiesta Literaria con lecturas, música a cargo de Marcos Basso y Expo de fotografía callejera por Bárbara Gasalla

Los esperamos!





Edita Psicofango La Pequeña Editorial --> https://www.facebook.com/lapequeniaeditorial          .



domingo, 20 de noviembre de 2011

LUNES: Etcétera*



              Raúl se sentó con desgano, agotado por el fastidioso lunes y el más fastidioso trabajo, y dejó que el cansancio lo envolviera como si fuera la última vez.
Eran las doce menos cuarto, Mónica ya dormía.
Clic en el velador del living,  y clic en su conciencia. Respiró  profundo y tomó valor para leer otra vez la carta.
La sacó del cajón cerrado y antes de abrirla se levantó y fue hasta la cocina a prepararse un café, o quizá a tomarse una tregua y ahorrarse varias lágrimas.
Las letras en tinta negra ponían en evidencia a una Lita más serena, tal vez más cansada, pero aún viva, hermosa. Sus típicas ironías, sus adjetivos raros, su perfecta ortografía y su obsesión por los recuerdos del pasado que los unía. Por eso el miedo, pensó. Bah, por el pasado, por el presente, vaya uno a saber, terminó diciéndose, y reprochándose ese autoanálisis que justificaba a medias su tristeza y la rara sensación de no haber vivido estos últimos diez años.
Un pasado lleno de tardes de sol y Lita. Lita de sol y Raúl demasiado tarde. De estudiantes eufóricos, cafés y reuniones interminables, colectivos llenos, muchos libros de la biblioteca, guitarreadas a la noche con mate, la piel y los besos de esa mujer.
Tardes de “infames construcciones poéticas”, como le gustaba decir a ella de sus propias producciones, lágrimas que transportaban el alma y una mirada que superaba cualquier cosa. Líneas, versos, fantasmas, inhibiciones. Filosofía sobre la guerra, el amor, la política y las cosas que se pierden.
Después vino lo inesperado, el dejarse llevar y no poder darse cuenta de nada, encandilarse por otros ojos, bellos sin duda, pero nunca como los de Lita.
“Llego el viernes”, decía el final de la carta. cuatro días y muchas ganas.
Las letras dibujadas con cuidado sobre el papel carta mostraban a una Lita surcada por el transcurrir del tiempo, inevitable y mezquino.
Pero había algo en esa mujer que escapaba al tiempo.

                                                                             ...................................
                                                                                  
               
               Mónica miró al despertador como si no le creyera que eran las seis menos cuarto y había que empezar el día. Después de cinco cortos minutos de sábanas tibias puso un pie sobre el piso frío y supo que tendría que abrigarse. Raúl dormía. Siempre se levantaba con ella, pero por alguna razón hoy seguía en la cama y prefirió no despertarlo.
            Hacía tiempo que sentía cierta culpa por el derrumbe lento pero seguro de su matrimonio. Muchas excusas, gran enamoramiento al principio y luego, poco a poco, las grietas que crecían como musgos sobre lo que quedaba de sus horas de tranquilidad.
             Sin duda, el egoísmo de él era un muro de difícil acceso, ¿pero qué había puesto ella para atravesarlo? Más que una barrera, la incomunicación se había hecho una costumbre, un rito inviolable. El aburrimiento en la sangre, en la mirada, en las caricias automáticas, en las neuronas atareadas. Y en la paz que, por accidente o casualidad, a veces conseguían.
Se  miró al espejo. Voló sobre su mente aquella mañana fresca de octubre en que entraba a la universidad cargada de libros y expectativas. Afuera, un grupo de estudiantes, él, modestamente atractivo, lejano, pensativo. Lo había mirado un poco, con mentiroso disimulo, asegurándose de que la siguiera con su mirada. Desafió con sus encantos a esa otra mujer, a su lado, que le hablaba de cualquier cosa para distraerlo. Pero él no pudo sacarle los ojos de encima, cegado por el encuentro con su innombrable belleza.
“No hay bien que dure cien años” pensó Mónica con tristeza, y una lágrima se le mezcló con el agua dulzona del café.
                                                 
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El colectivo la dejó a una cuadra de la terminal.
Un viento demasiado frío de un viernes demasiado lento jugaba con su pelo suelto y rojizo, obstinado en revelarle algunas canas.
Subió al ómnibus, se ubicó del lado de la ventanilla y sacó de la cartera su eterno Borges. Había releído mil veces La Rosa Profunda. Lo dejó suavemente sobre su regazo, acunando algunas palabras que hacía suyas.
Se recostó cómodamente y cerró por un momento los ojos.
“Y sigo con mis infames construcciones poéticas, sólo que ahora son más poéticas y menos infames, y te aclaro que no sé si eso es bueno”, recordó. Había sido una carta difícil. Saltear el tiempo, “qué ganas de arriesgarse”. Siempre existía la inseguridad, que Raúl hubiera cambiado, que por alguna razón no quisiera recordar. Y, así y todo, caminando sobre las dudas, se atrevió a volcar en un papel blanco todo eso que hacía tiempo daba vueltas en su cabeza y no la dejaba dormir, y la obligaba a escribir sobre su historia, la de ella, la de él. Entonces, una tarde se decidió, se sentó en el escritorio de su departamento y dejó que las palabras fluyeran sobre la hoja como si ese torrente viniera desde cada una de sus células.
“Una vida activa, como siempre”, escribió. Al minuto se burló de su propia sinceridad. 
Mucho trabajo, profesorado, publicaciones, periodismo y una tremenda soledad. No desconocía su temperamento fuerte, ni que más de una vez le había jugado alguna trampa. Pero sobre todo conservaba esa ilusión casi adolescente de que existía, en algún lugar, una persona especial a la que estaba destinada. A la que había estado destinada hasta que el destino le cambió los planes.
Raúl y el brillo de sus ojos filosos no se alejaron nunca de ella. Hubo hombres, hubo brazos, hubo sexo, hubo vida y eso no se cuestionaba. Desde que él no estaba, se habían acentuado las arrugas y las canas, es decir la forma exterior de su tristeza.
Una frenada inesperada la sacó de su ensimismamiento.
Llegaba a Buenos Aires de invierno, pleno julio. Respiró hondo sin cansancio, tomó los bolsos y empezó a caminar entre la gente eternamente apurada. Revuelo en Retiro y miedos en su sangre.
Caminó muerta de frío y viva de alma, cantó bajito alguna canción vieja y desapareció entre los bocinazos y la indiferencia.

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Raúl camina solo y despacio, llega al bar de siempre, entra, se sienta cerca de la ventana. Y espera. El corazón galopa desorbitado y su frente se arruga cuando la ve entrar.
Lita se sienta frente a él y sus ojos no dejan de recorrerle el rostro, como si la luz de ese hombre la encandilara.
Raúl habla, se saludan, se dicen cosas banales, comentan sobre el clima y las demoras de los colectivos.
Ella está hermosamente desgastada, piensa él.
Él no parece el mismo, piensa ella.
Las palabras sobrevuelan como luciérnagas que viajan sin dirección.
Él nunca contó de qué hablaron. 
Ella jamás escribió sobre ese encuentro.
Fue la última vez que se vieron.

        
*cuento premiado en el certamen literario municipal Osvaldo Soriano, Mar del Plata, 2011.  
 (lo escribí a los 16 años, cuando leía los cuentos de Mario Benedetti todo el día, todos los días).