domingo, 28 de agosto de 2011

LUNES: odio / amor


Distribución de responsabilidades

no soy mala 
ni tan copada
ni atractiva
no soy tan correcta
no soy tan incorrecta
no soy una grossa
no soy tan estúpida
no soy insensible
no soy peleadora
no soy injusta
no siempre soy justa
no soy sexy
no soy zonza
bueno, un poco
no soy todo
para alguien
no soy nada

no soy lo que no quiero ser
no soy lo que quisiera

no soy yo
te juro,
sos vos.


* * *


Cursi

Ah,
si hubiera leído
menos Cenicienta
y más Mafalda,
mi declaración de amor
sería graciosa e inteligente,
breve y perspicaz.

Pero no, ya ves.
Una cursi cualquiera.


domingo, 21 de agosto de 2011

LUNES: páramo.



redundar
en la lista indefinida
de pensamientos
que se multiplican refractales
con el único propósito
de caer

y las palabras que asaltan
sin novedad,
como la primera vez de tantas
que antes les negó
prioridad o estrellato
en el inestable páramo mental
en que descansan

mientras se eternizan
se aparean
se destruyen
entre cuerpos con exacto movimiento
y frío

entro y salgo de tu casa
de tu cama
de tus ojos
de tus huesos
de tus muertes,
entro y salgo como si el viento
de mi paso por la puerta
con las llaves destripando
los oídos

te moviera un párpado despierto
te cerrara un látigo dormido.



jueves, 18 de agosto de 2011

elipsis


(ahí voy)

Se puede escribir un tratado sobre el tema. Se puede revisar bibliografía psiquiátrica/psicológica, tirar descripción de diagnósticos, abundar sobre los detalles acerca de la variaciones del ánimo, o incluso lisa y llanamente, sobre la depresión en todas sus variantes, causas y efectos.

Sus consecuencias sobre la percepción del mundo y de las personas; sus efectos sobre la dificultad o imposibilidad de sostener lazos afectivos. Sobre la dificultad o imposibilidad de recibir satisfacciones de parte del otro, por incapacidad misma de cederlas, de dar algo. Para ser más exactos, por la firme convicción de esa incapacidad.

Se puede ahondar sobre las múltiples formas en que el núcleo melancólico en una persona puede afectar severamente la dosis de creencia necesaria para sobrevivir en el mundo, mínima base de fe (sin connotaciones religiosas en sentido estricto) que permita descansar en un lazo, dormirse una siesta sabiendo que el otro está ahí, o que incluso puede no estarlo transitoriamente pero que algo de su presencia resiste los embates y se mantiene en su lugar. Por el ínfimo hecho de la elección de amor que lo sostiene.

Se puede estudiar sobre las técnicas existentes para movilizar al sujeto de esa enferma posición; incluso alternativas a la medicina tradicional, es decir, otras actividades, métodos o prácticas tendientes a restablecer para ese individuo algún sentido posible de la vida –que, entre nosotros, hay que inventarlo porque no está dado de entrada, excepto que el deseo de nuestros padres que nos hizo nacer como personas esté ahí como un nudo de luz dándonos alguna letra-.

A veces el sentido, en los tristes empedernidos, está anudado a lo que se pierde, irremediable e indefectiblemente: lo que ya no está es, sin ningún tipo de duda ni cuestionamiento, lo más valioso. En cuanto se pierde, resulta retroactivamente sustancial.

Se puede también, desde un lugar irracional y más cercano a la pasión que a la ciencia, pretender ubicarse uno mismo en el lugar de esa luz para el otro. Pretensión, la mayor parte de las veces, completamente vana. En la minoría, funciona con algún porcentaje de logro, en la medida en que el sujeto de la tristeza deje un margen para esa entrada.

El aspecto más irracional: la pretensión de dar algo a quien no quiere/puede recibirlo. Y mucho menos, retribuirlo.

Y también el aspecto más sanador o sucedáneo del alivio: cuando existe ese margen, y se lo toma plenamente por pequeño que sea, se transforma en un hilo finito pero de una intensidad insospechada para los involucrados.

Entonces, el amor más ingrato es el que tiene como objeto a quien no quiere ser amado, no siempre por decisión de la propia voluntad sino por designios –históricos- que lo exceden. Es el amor que gira, en ocasiones en el vacío; en ocasiones en breves oasis que sobreviven a la catástrofe subjetiva, embarrándose con gusto en el mundo de las ilusiones, no menos hermosas por efímeras.

Es el amor posible e imposible, como siempre lo es, más allá de las interesantes patologías en que se construya o la anónima normalidad en que se asiente.

Todo se trata del margen, del breve espacio, de la rendija que se deje existir, puesto que a esta altura, hace rato que uno descree de las absolutas verdades con las que creció. Aceptar la muerte de las grandes cosas nos permite vivir la vida de las breves. Aunque suene a slogan de galletitas, admitamos que la mejor parte de la vida se reduce a esos detalles que frenan a la manos en rebote permanente, que dan un respiro, que se alargan en masajes en los pies, que se degustan en una cerveza, que se saborean en los ojos del otro cuando uno le dio algo y el otro lo disfrutó, que se deslizan en las palabras confirmatorias de los hijos, que se sienten en el sexo con algo más y un después, que se leen en la poesía.

Que no hay tratados que expliquen todo ni ciencia que abarque cabalmente la cuestión.

Que se trata de márgenes y detalles haciendo corte en los agujeros negros.

Que es cosa de cada uno y de cada quien qué quiere, qué puede, qué cede, qué toma, qué atesora, qué aborrece, qué desea.

Que voy viendo dónde me pongo, pero en el fondo sé muy bien dónde estoy parada. Más allá de vos.

Que no estamos parados en el mismo lugar, de ningún modo.

Y que no tengo nada más que decir por hoy.


Obra en cerámica de Marta Pardo http://objetosdeartemartapardo.blogspot.com/

lunes, 15 de agosto de 2011

LUNES: Cuento

                                                                                                                                                                                                                                          

Francisco camina apurado por la vereda rota de Sarmiento al 4000. Justo ahora pasa por la placita Almagro, hoy sábado a las 11 y media de la mañana. Se pueden ver algunas familias improvisando un pic nic humilde y soleado bajo un otoño sin expectativas; en la esquina unos vendedores exhiben sus porquerías sobre el piso, arriba de una lona verde gastada, y si uno afina el oído se puede escuchar la música del gimnasio de enfrente, arriba. La gente entra y sale, los gimnasios siempre rinden, más ahora que se usa tanto estar en forma, bello y saludable.
Hay también algunos viejitos jugando en las mesas de ajedrez, y otros más jóvenes tomando mate sobre esas mismas mesas. Los árboles de la plaza son altísimos, verdísimos, o tal vez la memoria me los hace más grandes cuando tengo que contar cómo son. Sabemos bien que la memoria pone cosas donde no las hay, todo el tiempo, y ni vale la pena discutir con ella. Uno está condenado a perder, siempre.
Almagro es tan ruidoso, pero los sábados afloja un poco y los domingos le llega esa hermosa muerte que el barrio espera. Pero es sábado, no domingo, y Francisco apura el paso.
Sofía está con la nena en un pelotero, en el cumpleaños del hijo de una amiga, y se van a quedar ahí hasta bien entrada la tarde.
Sofía tiene treinta, el pelo largo y castaño claro, unos ojos verdes que matan de un rayo cósmico a cualquiera que se le anime a mirarla fijo, y una boca rosada, risueña y parlanchina. Es flaquita y etérea, camina como dando saltitos. Francisco la ama con locura, y a Morena, su hijita.
Pero ahora camina apurado, mira el reloj cien veces, tiene una taquicardia tremenda. Detecta, asombrado, un leve temblor en las rodillas y no es del frío. No tiene frío, más bien el calor de la sangre en ebullición le está enrojeciendo un poco las mejillas.
Francisco es un tipo hermoso, de treinta y tres, estatura mediana, mirada encantadora, normalmente serio, no anda desperdiciando sonrisas por ahí. Se dedica a las Ciencias Exactas con bastante éxito, nada del otro mundo, pero la lleva bien. Justo ahora está en un emprendimiento nuevo y tiene la mayor parte de su energía ahí. La usa bien, ni sobra ni falta. Lo que se dice un tipo equilibrado.
Mientras camina repasa algunas de las cosas que le quedan por hacer de ese proyecto, lo tiene todo en la cabeza como suele pasarle a la gente que se dedica a las Ciencias Exactas, es como si una computadora les organizara los pensamientos laborales del modo más eficiente que se pudiera sospechar.
Con respecto a pensamientos de otra índole, bueno, ya se sabe, nada funciona como una computadora.
El viento molesta lo suficiente como para que entrecierre los ojos evitando la tierra en la cara. Está a dos cuadras del café. Se olvidó los anteojos de sol. Se olvidó el celular en el auto. Se olvidó algo más que quería llevar a la ocasión.
Con el corazón a punto de explotar divisa el bar convenido, empuja la puerta, desde afuera no se ve nada. En el vidrio, el reflejo de la calle, los autos y los transeúntes hace de pantalla compacta y sólida. La ceguera es casi completa: entre la basurita en el ojo derecho, el rayo de sol justo sobre la córnea y el susto, no ve nada.
Con los ojos rojos y pestañeando, se sienta en una mesa y respira profundo. Un minuto antes de recuperar la visión, la ve.
Silvia, a dos mesas más allá, de perfil, junto a una de las ventanas, bebe nerviosamente un café, lo revuelve, bebe, lo revuelve.
Lleva el pelo a la altura de los hombros, ondulado, más o menos como lo tenía la última vez que la vio pero más claro. Sucumbió a las tinturas para señoras de cincuenta, piensa.
La mira, ahora con la vista perfectamente despejada: cómo pone el rulo detrás de la oreja izquierda, el arito que brilla en el lóbulo blanco y pequeño, la mano, cómo toma la taza, como la espera en la boca, cómo la deja de nuevo en el platito. El perfil a contraluz, el pedacito de cuello entre los rulos, la nariz pequeña cuando baja la cabeza y revisa el celular. La ve tan linda. Duele como cuando lo bello nos acuchilla, desprevenidos.
Es un instante de detención del universo, algo que no sucede muy seguido. Francisco tiene la suerte de que le toque a él, hoy y por única vez en su vida.
Y todo ese rato se dedica a mirarla desde la mesa del costado. La repasa desde el borde de la frente, los ojos, la nariz, se queda en la boca y la pera, después el cuello, la oreja. Y vuelve desde el cuello hacia arriba, la pera, la boca, la nariz, los ojos, la frente. El hombro, la mano que se mueve suave, la cintura todavía pequeña y las piernas cruzadas debajo de la mesita, tapizadas por un jean azul oscuro y unos zapatos negros.
A punto de quedarse congelado en el impasse eterno de ese minuto, le habla.
Silvia.
Ella se da vuelta, con certeza. Lo mira directamente a los ojos y le sonríe como antes, como siempre, con luz en la mirada y en los labios. Amaga a levantarse hasta donde está él, pero Francisco le gana el movimiento y se acerca rápido y levemente turbado.
Hola.    
Hola.
¿Cómo estás?
Antes de que ella atine a decir algo, él le toma la cara con dulzura y la besa. Y no respiran por un rato y se ve que no les importa, a juzgar por el entusiasmo con que se encuentran las bocas.

Acostados, ella pasea sus pies sobre los de él. Yacen a medio abrazar, ella le acaricia la espalda, él le da pequeños besos en el cuello. Apoya su boca sobre uno de los pezones y se queda ensalivándolo durante unos minutos. Sabe que le encanta, como cuando tenía treinta y nueve. Por eso se queda y se demora, aletargado y enmudecido. Ella cierra los ojos y le habla.
Fran.
Qué.
Te voy a extrañar
(le acaricia la cintura, desciende, le moja el ombligo)
Pará, ¿diez años no es demasiado?
Sí, es.
Se oyen algunas bocinas y el tránsito que corre desbocado por calle Corrientes, detrás de la ventana del hotel.
Se abrazan, se aprietan.
Tenés el mismo olor en la piel, estás exactamente como te recordaba, no cambiaste nada.
Callate nene, soy una vieja.
Ya eras una vieja desde antes.
Se ríen, se besan, se tocan, se acarician el pelo, se miran.
Por última vez, o quizás hasta dentro de diez años.
Son las cuatro de la tarde y Sofía está por volver a la casa.
Son las cuatro de la tarde y a las seis sale el colectivo para Santa Fe.
Afuera todo ruge, está fresco, vuelan hojas secas y resisten unos rayos de sol frío y lejano.
Almagro es ruidoso, hoy un poco menos porque es sábado de tarde, pero en un rato empiezan las salidas nocturnas y se acaba la paz.




miércoles, 10 de agosto de 2011

abre



escapa
ni bien se entorna la ventana,
es el índice del sueño
que apunta al descuento de los días
vacíos

jamás me mira a la cara
aunque sus ojos
se quemen en los míos
tras recorrer lo que permanece quieto,
el dormir de los demonios
en la siesta
y las yemas de los dedos
que se tocan
se babean
y no conviene

ni bien dejo la puerta sin llave
silba y
se desliza en los postigos

en el punto exacto
en que una mano determinada
por los augurios que espera desde hace siglos
se mueve con lenta paciencia
y abre.

domingo, 7 de agosto de 2011

LUNES: las cartas, de *Gonzalo Viñao

                                                                                                    "Los Jázaros consideran a las 
personas que habitan el
pasado de un hombre
como prisioneras en el 
hechizo del recuerdo."

                                              
                       Milorad Pavic.
         

                                                                

                                                                                                    
           Estaba sentado, hablando con alguien más y tomando mate, cuando escuché una voz que se me acercaba por atrás.
–buenas profe… –era una de las coordinadoras– acá llegó Analía
            Me dí vuelta, con el mate en la mano, para ver que la traían agarrada de los hombros, como una prenda que se saca mojada del lavarropas. Y así la acomodaron en una silla enfrente de mí, del otro lado de la mesa, como si colgaran esa misma prenda en una soga para secarla al sol.
–Analía preguntó por el taller de lectura –explicó la coordinadora– , está muy interesada
El sol en ese momento entraba por el ventanal de la sala común. Un sol tibio y otoñal, de calor insuficiente. En cuanto la coordinadora se retiró, entendí que necesitaríamos un sol mucho más potente, incluso tropical, en lo posible selvático.
            Porque Analía temblaba como si de verdad la hubieran sacado empapada de un lavarropas. Eran unos temblores suaves, sin sobresaltos, pero persistentes y continuos, de los brazos, las manos, la cabeza, las ondas eran perceptibles en el cabello encrespado que me quedó a contraluz, rojo, la boca temblaba también, y la mirada era furtiva, con ojos grandes y verdes, la cara llena de pecas y miedo. Todo era miedo en Analía, imposible saber miedo a qué, pero miedo patente, evidente, inevitable, en toda la expresión de su rostro, como manifestación fundamental de su persona.
            Hablamos. Los primeros cuarenta y cinco minutos fue más bien un monólogo, el más arduo examen personal al que me vi sometido en mi vida adulta. Mientras hablaba, me resultaba progresivamente más y más difícil saber qué sucedía dentro de la cabeza de Analía que no dejaba de temblar, a pesar de mi suposición de que en algún momento se calmaría. Los temblores estaban perfectamente asimilados a su comportamiento corriente, porque no se detenían. Con la mirada anunciaba que prestaba atención y parecía todo el tiempo a punto de decir algo, pero no decía nada, y cada tanto los ojos se le iban para los costados, para confirmar que la gente permaneciera en su lugar o algo por el estilo. Le acercaron un conito de papel con dos pastillas y un vaso descartable con agua; miró la hora en el reloj de pared y con movimientos lentos y calculados permitió que le acercaran las pastillas primero, el agua después, a la boca.
            Es que la voluntad parecía no ejercer ningún imperio sobre su cuerpo, perfectamente inmóvil más allá de los temblores. Los brazos colgaban muertos a los costados, con los antebrazos apoyados sobre la mesa, sin dar señales de vida. Las manos y los dedos se estremecían como las ramas de los árboles en el viento, con un suave susurro de su sweater de lana.
La otra chica que estaba con nosotros y que participaba a medias de nuestra charla le acercó un mate. Se lo puso en la mano derecha, y ahí se debe haber producido una crisis en lo más hondo de Analía, porque el esfuerzo que necesitó para arrastrarlo un poco, quince centímetros a la izquierda, hasta ponerlo debajo de su cara, hubiera liquidado a varios hombres cien veces más saludables que ella.  
            Pero Analía deslizó con éxito el mate sobre la mesa a lo largo de esos quince centímetros, lo que le permitió acercar la boca a la bombilla para chupar, sin necesidad de hacer el esfuerzo de levantarlo. Acercó la boca muy lentamente y los temblores redoblaron en ese momento, la bombilla se sacudía como un sismógrafo enloquecido, una contractura triple le atenazó el cuello y las réplicas del dolor se manifestaron en la lenta superficie de la mirada. Finalmente se tomó el mate y aceptó varios otros.
            El horario del taller de lectura había terminado, técnicamente, una hora antes de que Analía pronunciara sus primeras palabras en nuestra conversación. Como el resto de su comportamiento físico, todo lo que me dijo salió atravesado por los temblores y el miedo. No creo que Analía supiera con exactitud qué le provocaba tanto miedo, me imagino que la asustaría complementariamente ese mismo desconcierto. El miedo que no tiene causa, que puede venir de cualquier lado, es un miedo que asusta más porque no se entiende, porque está en nosotros.  
            Hablamos de libros, de autores, de lecturas. Le pregunté, sintiéndome en territorio neutral y conocido, qué le gustaba leer, y desplegó un muy amplio panorama de conocimientos literarios, sorprendente desde cualquier punto de vista. Indagué un poco más sobre el contexto y el origen de estas preferencias, y me enteré de que estaba en proceso de escribir su tesis universitaria. Deduje además que el objeto de sus estudios le permitía un notable grado de conocimiento sobre su propia enfermedad.
            Estas conversaciones son como campos minados, se intuyen los detonantes, se auguran zonas de peligro, pero es una cuestión de puro azar no caer en cualquiera de los sectores en sombras. Con la misma seguridad de antes le pregunté, resueltamente, si además de leer también escribía.
–si escribo –me dijo temblando– escribo cartas, desde hace tres años o un poco más
–¿sólo cartas? ¿siempre cartas?
–si, cartas
            Hubo una pausa en la conversación, como una hoja en blanco, el profesor del taller de lectura no supo qué leer en ese silencio. Una contradicción del sentido que se hizo patente en la divergencia de las miradas, a mitad de camino entre lo que me quería decir y lo que no se animaba a pronunciar, entre lo que yo quería y lo que no quería saber. Evidentemente no hablábamos de lo mismo, y los dos pensábamos en la posibilidad de hablar de esa otra cosa, sin animarnos del todo. Podríamos pasar la vida viajando miles y miles de kilómetros alrededor del mundo y no encontrar nunca el pasillo de tres metros que nos acerque a otra persona.
–Las cartas –me aclaró Analía, mientras yo me preguntaba si de verdad había dejado de temblar– son para alguien…
            Analía se afirmó con las manos sobre la mesa y se inclinó hacia adelante, parecía otra persona. La voluntad extraviada había encontrado circunstancialmente un camino de regreso, y se manifestó como una primavera que entra con toda la pompa por las ventanas de los ojos.
–para alguien… –dudé un momento– ¿para el mismo? ¿siempre?
–siempre –insistió– todos los días…
            El brillo en los ojos se le apagó tan rápido como había llegado. Volvió a inclinarse lentamente contra el respaldo de la silla, y a medida que retrocedía volvían los temblores. Dijo que nadie había visto jamás las cartas, y que nadie las vería. Dijo que estaban escritas con propósitos personales y que eran cartas privadas. Que nunca había escrito ficción, ni nada que otros leyeran, más que su único destinatario. Al mencionarlo por segunda vez, yo mismo sentí el estremecimiento de Analía como un golpe en el vacío que me cortó el aliento.
            Le hubiera jurado en ese momento, desconociendo las cartas, comprometiéndome a no leerlas nunca, que ese tipo de cosas eran las únicas que merecían ser escritas, pero tenía un nudo en la lengua, como si cobrara repentina conciencia de estar jugando a la ruleta rusa, y no me atreví a pronunciar una sola palabra.
            Sin girar el cuello, apenas buscándola con la voz y con la mirada, Analía le pidió a nuestra compañera de mesa un cigarrillo y fuego. Le dejaron la caja de fósforos y un paquete de Phillips a una distancia razonable de las manos. Me miró un segundo a los ojos y de inmediato saqué un cigarrillo del paquete, se lo dí, temblando se lo puso en la boca, encendí un fósforo y se lo acerqué a la cara. Fue sencillamente inútil, imposible. Saqué otro cigarrillo y lo encendí por mi cuenta, después se lo cambié por el cigarrillo apagado que volví a guardar en el atado.
            Se acercó el cigarrillo, encendido y vacilante, a la boca. El sol del otoño disparó su último rayo contra los rulos colorados de Analía, que fumaba con la mano temblorosa y la boca crispada, a contraluz de la ventana. Los ojos verdes caídos como una lluvia sobre su propio regazo, donde apretaba un morralito de colores con la mano desocupada. 
–si querés las busco –me dijo, mientras yo juntaba mis cosas– y te las muestro… tendría que ordenarlas un poco
–como quieras, me encantaría leerlas, si no te hace sentir incómoda
–no, para nada, me gustaría mucho que las veas
            Dos o tres veces por semana vuelve a prometérmelas.


*Gonzalo Viñao, escritor y poeta, Primer Premio Municipal de Literatura Osvaldo Soriano/2008 (Mar del Plata), docente en talleres literarios, tiene publicaciones en varias revistas digitales y blogs.