miércoles, 14 de diciembre de 2011

domingo, 11 de diciembre de 2011

LUNES: 39*



A Marta y Enrique




 Susana estudia psicología en la Universidad de La Plata, corre 1971. Es alta, hermosa, tiene unos ojos profundos verde mar, el pelo cortito (esto es lo último en Europa, te va a quedar divino le dijo el peluquero) y una boca amplia y roja.
Viene de una familia de trabajo en la que faltaron varias cosas. Tiene unos hermanos a los que quiere como hijos, la diferencia de edad y otras cosas de la vida justificaron su crianza.
Alicia, su amiga de la facultad, la invita a pasear a una provincia rodeada de ríos y árboles y pájaros, el pueblo de donde es su novio. Todavía faltan un par de años para el miedo y el exilio. 
Enseguida se juntan con amigos del lugar.

Augusto se acaba de recibir de abogado. De familia culta, acomodada y católica, le sobran inquietudes y deseos. Para irse del acomodamiento y del catolicismo.
Es flaquísimo, usa unos enormes anteojos con marco de moda y canta, si no como los dioses, parecido. Tiene mucha vida social y empieza a enterarse de qué se trata bancarse solo y trabajar.
Recién sale de un noviazgo tormentoso y alocado. No quiere saber nada más con minas desquiciadas.

Son las tres de la tarde y Susana y Alicia llegan al pueblo del agua marrón.
Bajo los árboles, los desconocidos se miran, los amigos ríen a los gritos, tocan la guitarra y todos están contentos.
El pecho le tiembla, Susana no salió muchas veces de su casa y menos a otra provincia y menos con una amiga. La gente habla con tonada graciosa, ríe con escándalo y no se cansa de cantar. La sensación de bicho raro es una constante, es cierto que le miran mucho los ojos, el pelo cortísimo, las piernas delgadas, la cintura insinuante y la bikini tejida al crochet.
Por suerte le sobra boca para sonreír.
El río está planchado, no es como lo imaginaba, no corre peligrosamente, no se lleva a los desprevenidos, no hay pirañas. Descansa bajo el enero que asfixia. Los pájaros se hacen oír a la tardecita, a la hora en que se encienden los espirales de la guerra contra los mosquitos.
Augusto despliega sus dotes de humor y sus canciones, tiene un aire de líder dentro del grupo de hermanos y amigos. Es involuntario, la simpatía le fluye entre los dientes, la mirada expresiva, los comentarios agudos y los tonos exagerados al hablar.
Las miradas se pegan entre sí, imposible disimular.

La voz de la zamba y los ojos del agua: no hace falta demasiado para que el encanto se anude al vértigo.

Tirarse al precipicio del deseo, las distancias concretas y las otras, los proyectos, las ganas, el apuro, la brutal inconsciencia de las decisiones.
No hace falta demasiado para que el encanto se anude al vértigo.

Quizás todo se resuma en desafiar los kilómetros, las diferencias, los obstáculos visibles e invisibles, los que se enunciaron y los que nunca se dirán. Quizás todo indique que sobran los motivos reales y los argumentos aceitados para desistir.
Pero no.
Porque vamos, lo importante está en otro lado.



 *Este es el último post en este blog. "O qué" se muda a partir de hoy a  www.lasletrasoque.wordpress.com , nos vemos ahí.

domingo, 4 de diciembre de 2011

LUNES: Cumpleaños, de Pablo Roset*



Marina regresó a la sala de estar con una botella de whisky, algunos cubos de hielo y unas perlitas que sus ojos pronto reabsorberían. Si la conocía un poco, podía asegurar que estaba feliz de agasajar a sus amigos. En un extremo de la mesa, Marga y Miguelito sostenían una discusión acalorada que los mantenía al margen del grupo. Fue Dolly quien, entonces, saltó de su silla para llamar la atención. Como siempre.
- “¡Ah, miren esto, la que nunca tomaba alcohol… se ve que encontraste tu medida!”
Había sido un comentario anclado en aquel pasado que nos reunía. Percibí que Marina lo había recibido con una expresión alegre en sus ojos (que ya habían secado). Sin embargo sus labios, pintados con delicadeza, permanecieron tiesos. ¿La inercia del silencio? Tal vez. O quizás la falta de una respuesta adecuada. Por fortuna era capaz de sonreir con sólo entrecerrar sus párpados. Estaba ansioso por escuchar cómo se defendería. En ciertas ocasiones, pinchazos como el de Dolly servían para activar relaciones enmohecidas por el desuso. Me hundí en el sillón para disfrutar de lo que de un momento a otro sucedería.
- “Es que el tiempo me ha enseñado muchas de las cosas buenas de la vida.”
¡Excelente!, pensé. Un toque de seriedad aderezado con buen humor. Dolly lo recibió tal como en esgrima se acepta un touché, con honor y resignación, y volvió a acomodarse en la silla. Veinte años atrás habrían saltado chispas. Yo mismo, confieso, hubiera sido más duro con ella. Habría puesto en evidencia sus nuevas medidas XL.
La música se estaba perdiendo en un fade out que arrastraba a Marga y Miguelito a callar sus diferencias. Habían congeniado muy bien. Esta clase de reuniones (“con un paisano de cada pueblo” habría acotado nuestra querida Maru) siempre estaban al borde del fracaso o del éxito. Los dos intelectuales no habían demorado nada en dejar al resto afuera de los temas que (ellos pensaban) nadie iba a entender.
- “¿Por qué no brindamos por algo?”, dijo Marga para rellenar el silencio. Había bajado del Parnaso a una tierra yerma en la que se movía torpemente. ¿Qué esperaría de la reunión?
- Sí, pero que antes Marina diga unas palabras. Solía hacerlo muy bien.” La idea surgió de Miguelito. Marina, sorprendida, resopló un aire de falsa consternación. Era el pie que necesitaba. Más tarde, esa misma noche, entre las risas opacadas por el alcohol, Marina se dio cuenta que Miguelito había sido espontáneo y sincero.
- “Justamente. No lo sugerí para que no termináramos todos abrazados en un llanto a moco tendido.” Dolly era así. Siempre se mostraba un paso más allá. Si alguien tenía una idea, ella la había pensado antes. Si alguien gritaba, ella daba alaridos. Si alguna llevaba minifalda, ella iba desnuda.
A todo esto, Miguelito era un espectador de lujo. Si bien nunca tomaría la iniciativa de hablar en público, era capaz de escribir el discurso más emotivo y certero para cualquier ocasión. El silencio lo había cohibido, pero cuando Marina se incorporó para hablar volvió a experimentar seguridad, a meterse en una burbuja impermeable que lo eximía de compromisos.
- “Quiero que todos miren hacia allá, al sillón del rincón. No es casualidad que haya estado vacío toda la fiesta. Está ahí para simbolizar a aquellos amigos y relaciones que quedaron al costado del camino. Cada uno de nosotros le pondrá el ocupante y el nombre que desee. ¡Brindo por nosotros y también por ellos, porque fueron, y aún son, el alma de nuestras alegrías pasadas… al igual que ustedes lo son hoy para mí.”
Luego sobrevino un bache, un silencio de radio, un fondo cargado de pensamientos. Afuera, la noche proponía escarcha y algún bocinazo en la esquina. Un grupo de chicos y chicas cruzaron abrazados frente a nuestra puerta. Sin saberlo, ellos también marchaban hacia algún sofá.
Con los brazos extendidos entrechocaron los vasos y regresaron las palabras. Me hubiera gustado participar. La ví buscarme en el sillón durante unos segundos. Sus ojos, otra vez afectados, sostenían ese aleteo de colibrí que yo tan bien conocía. Al bucear en ellos supe a quién había sentado en el sillón. Luego quebró la mística y volvió a la torta y la velita. Marga y Dolly no disfrutaron la situación. Quizás habrían preferido sentarse ellas mismas en el sillón para poder lucir ante los demás como en otros tiempos.
La fiesta siguió su curso. Billy Holiday arrancó con su versión de Summertime y luego llegaron Ray Charles con Georgia On My Mind y Ella Fitzgerald con It Ain’t Necessarily So. Ellos también estaban invitados al cumpleaños que empezaba a terminar.
Era tarde. Miguelito se retiró después del café. Saludó a todos en general y a casi nadie le importó demasiado su partida, excepto a Marga. Al devolverle el saludo percibí en su rostro una luz particular. Diez minutos más tarde, Marga y Dolly salieron juntas y, por suerte, se llevaron a todos los fantasmas que me aplastaban en el sillón esquinero.
Marina terminó de lavar los platos y utensilios. Estaba feliz. Su imaginación me guió a su lado. Guardaba un cariño profundo por todos sus recuerdos. Hubiera querido darme una palmada cariñosa en el hombro y preguntarme cómo estaba. Lo sé. Alguna vez me había extrañado. Pero ahora estaba más tranquila. Cerró la canilla. Luego, en su cuarto, desparramó su cansancio feroz por toda la extensión de su cama. Segundos después, en el pesado sopor que le cerraba los párpados comencé a desvanecerme. Y así, mientras ella se dormía con una sonrisa en sus labios, abandoné la casa para volver al arcón de los recuerdos.


*Pablo A. Roset, escritor, psicofanguista. Algunos de sus cuentos han sido premiados e integran diversas antologías. Otros han sido publicados en revistas tradicionales en papel y digitales. Desde 2008 publica sus textos en su blog Proyecto Anecdotario http://anecdos.wordpress.com/.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Ojo por ojo*

                                                                                        “En el propio nivel de la experiencia fenoménica de la contemplación, este lado omnivoyeur asoma en la satisfacción de una mujer al saberse mirada, con tal de que no se lo muestren”.
                                     J. Lacan, Seminario XI.


Parpadea dos veces. Afina la vista, enfoca, entrecierra los ojos para ver mejor. A veces le viene una náusea por el olor. Cierra la entrada de aire por la nariz, y ahora es la boca la que se traga el vaho de los desechos. Incómodo pero extasiado, aguarda.
Teme moverse por si se resbala con alguna porquería blanda y sucia en el piso. La excitación aumenta cuando la mujer entra, cierra la puerta, y se prepara para su acto.
Parpadea de nuevo, acomoda el ojo a ese agujero, afina la vista, enfoca.
Por ese círculo, mira cómo la mujer se baja la ropa interior con un gesto mecánico, y resopla por el calor. Aire caliente, asco a bocanadas, cloaca y agitación, espera y saliva.
De pronto se escucha el sonido claro y limpio del líquido fluyendo por el inodoro  maloliente. Y el ojo se afina para ver ese hilo y su recorrido, y los extremos entre los que se extiende.
El ojo se agranda y se erotiza, se empapa en transpiración.
Se masturba, cada vez más fuerte. Le falta el aire.
Pero la escena se corta como tajo.
La mujer lo mira, el primer instante con asombro, el segundo con odio.
Sube su ropa interior con ímpetu, se moja pero no le importa. Furiosa acerca su cara al agujero, aprieta las mandíbulas y muestra los dientes, feroz, diabólica.
Grita.
El hombre cede, se retira hacia atrás, impactado y aún tieso.
Golpea su cabeza contra la pared, cae sobre el piso húmedo y asqueroso del baño, se toma la entrepierna, se detiene con el codo en el piso, se lastima con algo cortante en el tobillo. Ve abrirse la puerta de su baño, entra la mujer enloquecida de odio, desorbitada clava su taco derecho en los testículos confundidos. Y se va.
El hombre retorcido por el dolor, herido cerca del tobillo, apabullado, tembloroso, babeado y aún erecto, sonríe.


*otro de los cuentitos premiados en el Certamen Literario Osvaldo Soriano (Mar del Plata) en Cuento, este año.

domingo, 27 de noviembre de 2011

LUNES: Amantes


Qué malos amantes somos dijo, mientras nos sonábamos los mocos de llorar un rato largo. Veinte minutos después de matarnos en la cama.
Qué malos amantes dije, y nos abrazamos hasta la noche.
Sus ojos rojos y mi boca descascarada.
Hacía frío y no nos despedíamos.
La tristeza no pudo.
Y nos quisimos toda la noche, como en las películas.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

AVISO: FIESTA Y PSICOFANGO VOLUMEN II




Este domingo 27 de noviembre presentamos la segunda edición de Psicofango!

En La Cuadrada, 9 de julio 2737, Mar del Plata, a las 21 hs, con un bono contribución de 5 pesos.

En una Fiesta Literaria con lecturas, música a cargo de Marcos Basso y Expo de fotografía callejera por Bárbara Gasalla

Los esperamos!





Edita Psicofango La Pequeña Editorial --> https://www.facebook.com/lapequeniaeditorial          .



domingo, 20 de noviembre de 2011

LUNES: Etcétera*



              Raúl se sentó con desgano, agotado por el fastidioso lunes y el más fastidioso trabajo, y dejó que el cansancio lo envolviera como si fuera la última vez.
Eran las doce menos cuarto, Mónica ya dormía.
Clic en el velador del living,  y clic en su conciencia. Respiró  profundo y tomó valor para leer otra vez la carta.
La sacó del cajón cerrado y antes de abrirla se levantó y fue hasta la cocina a prepararse un café, o quizá a tomarse una tregua y ahorrarse varias lágrimas.
Las letras en tinta negra ponían en evidencia a una Lita más serena, tal vez más cansada, pero aún viva, hermosa. Sus típicas ironías, sus adjetivos raros, su perfecta ortografía y su obsesión por los recuerdos del pasado que los unía. Por eso el miedo, pensó. Bah, por el pasado, por el presente, vaya uno a saber, terminó diciéndose, y reprochándose ese autoanálisis que justificaba a medias su tristeza y la rara sensación de no haber vivido estos últimos diez años.
Un pasado lleno de tardes de sol y Lita. Lita de sol y Raúl demasiado tarde. De estudiantes eufóricos, cafés y reuniones interminables, colectivos llenos, muchos libros de la biblioteca, guitarreadas a la noche con mate, la piel y los besos de esa mujer.
Tardes de “infames construcciones poéticas”, como le gustaba decir a ella de sus propias producciones, lágrimas que transportaban el alma y una mirada que superaba cualquier cosa. Líneas, versos, fantasmas, inhibiciones. Filosofía sobre la guerra, el amor, la política y las cosas que se pierden.
Después vino lo inesperado, el dejarse llevar y no poder darse cuenta de nada, encandilarse por otros ojos, bellos sin duda, pero nunca como los de Lita.
“Llego el viernes”, decía el final de la carta. cuatro días y muchas ganas.
Las letras dibujadas con cuidado sobre el papel carta mostraban a una Lita surcada por el transcurrir del tiempo, inevitable y mezquino.
Pero había algo en esa mujer que escapaba al tiempo.

                                                                             ...................................
                                                                                  
               
               Mónica miró al despertador como si no le creyera que eran las seis menos cuarto y había que empezar el día. Después de cinco cortos minutos de sábanas tibias puso un pie sobre el piso frío y supo que tendría que abrigarse. Raúl dormía. Siempre se levantaba con ella, pero por alguna razón hoy seguía en la cama y prefirió no despertarlo.
            Hacía tiempo que sentía cierta culpa por el derrumbe lento pero seguro de su matrimonio. Muchas excusas, gran enamoramiento al principio y luego, poco a poco, las grietas que crecían como musgos sobre lo que quedaba de sus horas de tranquilidad.
             Sin duda, el egoísmo de él era un muro de difícil acceso, ¿pero qué había puesto ella para atravesarlo? Más que una barrera, la incomunicación se había hecho una costumbre, un rito inviolable. El aburrimiento en la sangre, en la mirada, en las caricias automáticas, en las neuronas atareadas. Y en la paz que, por accidente o casualidad, a veces conseguían.
Se  miró al espejo. Voló sobre su mente aquella mañana fresca de octubre en que entraba a la universidad cargada de libros y expectativas. Afuera, un grupo de estudiantes, él, modestamente atractivo, lejano, pensativo. Lo había mirado un poco, con mentiroso disimulo, asegurándose de que la siguiera con su mirada. Desafió con sus encantos a esa otra mujer, a su lado, que le hablaba de cualquier cosa para distraerlo. Pero él no pudo sacarle los ojos de encima, cegado por el encuentro con su innombrable belleza.
“No hay bien que dure cien años” pensó Mónica con tristeza, y una lágrima se le mezcló con el agua dulzona del café.
                                                 
                                                                             .........................................


El colectivo la dejó a una cuadra de la terminal.
Un viento demasiado frío de un viernes demasiado lento jugaba con su pelo suelto y rojizo, obstinado en revelarle algunas canas.
Subió al ómnibus, se ubicó del lado de la ventanilla y sacó de la cartera su eterno Borges. Había releído mil veces La Rosa Profunda. Lo dejó suavemente sobre su regazo, acunando algunas palabras que hacía suyas.
Se recostó cómodamente y cerró por un momento los ojos.
“Y sigo con mis infames construcciones poéticas, sólo que ahora son más poéticas y menos infames, y te aclaro que no sé si eso es bueno”, recordó. Había sido una carta difícil. Saltear el tiempo, “qué ganas de arriesgarse”. Siempre existía la inseguridad, que Raúl hubiera cambiado, que por alguna razón no quisiera recordar. Y, así y todo, caminando sobre las dudas, se atrevió a volcar en un papel blanco todo eso que hacía tiempo daba vueltas en su cabeza y no la dejaba dormir, y la obligaba a escribir sobre su historia, la de ella, la de él. Entonces, una tarde se decidió, se sentó en el escritorio de su departamento y dejó que las palabras fluyeran sobre la hoja como si ese torrente viniera desde cada una de sus células.
“Una vida activa, como siempre”, escribió. Al minuto se burló de su propia sinceridad. 
Mucho trabajo, profesorado, publicaciones, periodismo y una tremenda soledad. No desconocía su temperamento fuerte, ni que más de una vez le había jugado alguna trampa. Pero sobre todo conservaba esa ilusión casi adolescente de que existía, en algún lugar, una persona especial a la que estaba destinada. A la que había estado destinada hasta que el destino le cambió los planes.
Raúl y el brillo de sus ojos filosos no se alejaron nunca de ella. Hubo hombres, hubo brazos, hubo sexo, hubo vida y eso no se cuestionaba. Desde que él no estaba, se habían acentuado las arrugas y las canas, es decir la forma exterior de su tristeza.
Una frenada inesperada la sacó de su ensimismamiento.
Llegaba a Buenos Aires de invierno, pleno julio. Respiró hondo sin cansancio, tomó los bolsos y empezó a caminar entre la gente eternamente apurada. Revuelo en Retiro y miedos en su sangre.
Caminó muerta de frío y viva de alma, cantó bajito alguna canción vieja y desapareció entre los bocinazos y la indiferencia.

                                                           ...........................................................


Raúl camina solo y despacio, llega al bar de siempre, entra, se sienta cerca de la ventana. Y espera. El corazón galopa desorbitado y su frente se arruga cuando la ve entrar.
Lita se sienta frente a él y sus ojos no dejan de recorrerle el rostro, como si la luz de ese hombre la encandilara.
Raúl habla, se saludan, se dicen cosas banales, comentan sobre el clima y las demoras de los colectivos.
Ella está hermosamente desgastada, piensa él.
Él no parece el mismo, piensa ella.
Las palabras sobrevuelan como luciérnagas que viajan sin dirección.
Él nunca contó de qué hablaron. 
Ella jamás escribió sobre ese encuentro.
Fue la última vez que se vieron.

        
*cuento premiado en el certamen literario municipal Osvaldo Soriano, Mar del Plata, 2011.  
 (lo escribí a los 16 años, cuando leía los cuentos de Mario Benedetti todo el día, todos los días).
                                                                                                               

jueves, 17 de noviembre de 2011

Nombre


Me gusta tu nombre,
desde el primer sonido que desprende
la vocal y se alarga,
con la boca abierta tira la voz
de quien lo pronuncie
sobre todo con intención de llamado
o de consideración
sin mirarte a los ojos

que estarán en otro lado
justo al momento de convocarlos.

Me gusta cuando en el medio
las letras se transforman
en vocales inasibles,
se escapan bajo la lengua
y salpican al paladar,
excelente para el eco
que la letra del medio expele
cuando se te nombra
con voz de dormida,
de haber soñado toda la noche
con objetos extravagantes
y fuera de lógica.

Cómo se transmuta en una sílaba,
un hueco entre los cimientos
más o menos estables
que las consonantes le dan
a la arquitectura pretenciosa
de tu nombre,

me hace pensar en
una casa de una planta
con dos puertas,
una biblioteca de tus ojos
y la música en los dedos.

Me gusta cuando se acaba
con final sencillo y preciso,
que no deja lugar a dudas,
que no permite vacilar,
que asienta la letra
que antes sirvió para ralentar
ahora afirmada en un punto
con aire y con lengua
suficiente como para quedarse
con su sabor
durante algunas horas,

antes de aceptar
definitivamente
que terminó de pronunciarse
y que habrá que esperar
hasta otro día
para tenerlo de nuevo.


domingo, 13 de noviembre de 2011

LUNES: Humo*


Apaga el cigarrillo en el momento en el que prende el siguiente. Pálido, no está comiendo bien y se nota en la cara y en los huesos que quieren asomar desmedidos. Tampoco duerme demasiado. Le gusta lo oscuro, pero esto se le está poniendo negro azabache. Ella se hizo humo justo cuando más la necesitaba, y últimamente había reparado en eso: la necesitaba.
A veces para no morirse, a veces para tener el mejor sexo que podía esperar en esos tiempos, a veces para leerla, para hablarle, otras para que le hiciera una pizza casera.
Lo cierto es que su falta no le hacía la más mínima gracia, y en el medio de eso, las otras faltas se magnificaban y entonces se comían todo, lo que había, lo que no había, lo que podría haber. Ahuecado de faltas, sólo restaba intoxicarse. Así se mentía un rato más, hasta que el agujero y la falta le crecían de nuevo y se iba todo al carajo.
Ahora se hunde en los libros y deja que las palabras lo atormenten, total no podría estar más atormentado de lo que está. Solamente ese oasis y el de escribir le dan un margen de aire. Que pronto sofoca con el próximo cigarrillo. Y el rostro de la mujer de humo otra vez.
Mientras el círculo recomienza a cada rato, hay otra que lo mira y él aún no la vio. La vio, pero no la vio. Salió de la nada, como las cosas que no importan, y no se sabe qué pero algo vio en él. Mientras apaga otro cigarrillo, ella mira curiosa sus gestos, sabe que su mirada lo ataca y no le importa quedar al descubierto. Porque ella sí que se las arregla con las faltas, algo hace, lo que sea pero algo hace. Y ahora lo que hace es mirarlo. Le dice ¿qué onda?  vestida de informalidad y bañada en deseo. Y él, no la ve.
Porque en su cabeza el hueco es enorme y el alma viene agitada y renegona de hace tiempo. Y ella insiste un poco, porque sabe lo que quiere y lo que quiere es a él, y además tiene que hacer algo con su propia falta. Y pide otra cerveza y lo mira servir, esas manos huesudas y blancas y ese descuido notorio en el aspecto que deja en evidencia el mal sueño y la bronca hacia adentro. Ella sospecha que una mujer se le fue, pero como a ella también se le fue un hombre, poco repara en el detalle.
Se encontraron dos faltantes. A unir las faltas a ver qué sale, y se ríe. Porque al humor no lo pierde. A él le parece tan rara esta mujer que sonríe tanto y mueve sus labios como si fueran oleajes y lo mira como si no le fuera a quedar otra mirada en la vida.
Lo incomoda y le gusta a la vez, pero aún no la vio. Y como él la deja pasar, le habla pero no la ve, y el humo se le cuela hasta por las orejas, ella se rinde.
Y él, que nunca la tuvo, la pierde.


* premiado en el Concurso Municipal de Literatura Osvaldo Soriano, Mar del Plata, 2011.

jueves, 10 de noviembre de 2011

AVISO: PSICOFANGO I en Bs As

Buenas! Ya se puede conseguir el libro PSICOFANGO I en Buenos Aires, en "La Libre", Bolívar 646, San Telmo.


Psicofango: https://www.facebook.com/Psicofango

Editado por La Pequeña Editorial https://www.facebook.com/lapequeniaeditorial

Para ver sobre "La Libre" www.lalibrearteylibros.wordpress.com 

Que lo disfruten!


domingo, 6 de noviembre de 2011

LUNES: El cosito*


Hace calor. Emilia camina despacio como si le estuvieran tirando de los pantalones para abajo, desde el fondo del fondo de la vereda. Casi que se arrastra. Transpira.
Son las dos de la tarde en Concepción del Uruguay, es diciembre, es sábado, no fue al balneario municipal ni al Pelay, nada de playa. Si apenas puede caminar con mediana coherencia por la placita Columna. Pasa frente al Sagrado Corazón, no se persigna, cruza la calle, se sienta en un banco.
Está vacía por suerte, un día como hoy a esta hora no hay ninguna madre o tío o niñera con los nenes en los juegos. Eso piensa, menos mal porque no quería ver a nadie.
Lleva la botellita de agua en la mano y tiene puestos los auriculares del celular, viene escuchando Los Ratones Paranoicos, "Yo quiero verla en el show...". Un tema viejísimo que conoció por Juan, su hermano mayor que ahora tiene como treinta, podría ser mi papá, piensa. Bah, si me hubiera tenido a los quince.
Porque Emilia tiene quince y se muere de calor con esos jeans, hay treinta y ocho grados a la sombra y de térmica cuarenta, no hay aire para respirar por ningún lado. Pero ni loca se pone shorts o pollera corta, nada, no soporta mostrar las piernas, no soporta sus piernas, no se soporta. Y no es que sea gorda, más bien lo contrario, no soporta su flacura pálida y poco femenina, sus huesos contundentes y su altura excedida. Ni su cara larga y blanca, sus ojos color miel y su boca finita de labios apretados que se abre con felicidad cuando larga la carcajada y se cierra con crueldad cuando prefiere callarse.         
Emilia anda contra sí misma, falta a la escuela demasiado seguido, se lleva varias materias a marzo y siempre le queda alguna previa.
El papá putea, la putea. Carlos es un tipo grande para ser su papá, tiene cincuenta y nueve y bastante que crió a Juan, ya no tiene ganas de remar la cosa con la nena. Al menos antes, de a dos, era más fácil.
Susana se murió hace dos años, cuando Emilia tenía trece. Se la llevó por delante un camión en la ruta catorce, a cien kilómetros de Concepción. Uno de esos camiones que van a Brasil por la ruta del Mercosur, esos Scania que corren y pasan y hacen finito y se burlan despiadadamente del límite de velocidad. Bueno, uno de esos. Le pasó por encima al Flecha que venía de Buenos Aires, le destruyó toda la parte izquierda, volcaron y Susana murió aplastada en el acto. Salió en Crónica.
Menos mal que no sufrió, se hartó de escuchar Emilia en el velorio y el entierro. Pero nunca contestó nada a los que se le acercaban repitiéndole eso, creyendo que lo que decían la iba a aliviar en algo. En realidad, a ellos los aliviaba tener algo para decir. Porque convengamos que es complicado decir algo que no sea una estupidez en un velorio de una mujer de cuarenta y siete años, con la nena de trece ahí, escuchando.
Así que a los ponchazos, entre Juan y Carlos, Emilia se fue asomando a la pubertad, el secundario, las salidas, el cuerpo, la cerveza, el amor/desamor, las broncas y la ausencia.
Toma otro traguito de agua y aprieta un cosito que tiene en la mano, se le está empapando de transpiración.
Termina el tema y empieza “Carolina… ya no hay tiempo para mí…”. La canciones de Juan, dice.
Suena el celular, el mensaje de texto le dice “flaca ahí llego”, es Fede.
En la billetera tiene una foto de Susana y ella cuando era bebé, y otra con Fede en La Salamanca, en el medio del parque, al lado del monumento a las manos, se ve el río desde donde la sacaron. Ella está subida a caballito y matándose de risa, él se hace el gracioso y salió bizco y bocón.
Él tiene dieciséis. Ella va al Colegio Nacional y él a la Técnica. Hace un año que salen.
Fede nunca estuvo enamorado hasta la Flaca. Ella sí, vivía enamorada, pero nunca había estado así, de novia.
Andan de la mano, van a la Plaza Ramírez, toman helados de la heladería Uruguay y no se pierden los recitales en El Arca.
La mamá de Fede cree que tiene que suplir a Susana, entonces se ocupa de ella y la quiere como a otra hija. Emilia se da cuenta y también la quiere. Y a veces la odia, porque ella está y su mamá no.
Emilia mira para todos lados, y Fede llega.
Le da un beso largo y la aprieta fuerte. Hace bocha que te estaba esperando. Y bueno es que mi vieja me pidió que vaya al almacén. Calzonudo.
Ella le da el cosito, apretado, mojado.
Él lo agarra temblando, no le alcanza la saliva para tragar, no le alcanza el aire para no ahogarse, no le alcanza la sangre para mantenerse más o menos vivo.
Ella mira al cosito, después a él, después de nuevo al cosito, y otra vez a él. Le da un poco de risa su cara de espanto, nunca lo vio así. Le da esa risa prohibida, como reírse en un velorio, como reírse cuando alguien se siente mal y pone una cara rara.
Pero se la aguanta, no da para reírse, piensa.
Fede está a punto de llorar.
No, no da.
Mira de nuevo al cosito, en la mano de él pálida y desorientada.
A pesar de la humedad, las dos rayitas no se le borran.



*a publicarse próximamente en el libro de cuentos "Humo", Primer Premio al Concurso Literario Municipal Osvaldo Soriano en la Categoría "Cuentos", 2011, Mar del Plata.

domingo, 30 de octubre de 2011

LUNES: antipoesía


"Dios no me sirve. Nadie me sirve para nada.” Gonzalo Rojas.          


las metáforas no me sirven
para nada

las cosas caminan por su cauce
todo es concreto, real y cínico

el colectivo
la panadería
las bolsas del super
el teléfono y la obra social
temprano a trabajar
pido un taxi
miro la tele
puteo
cocino lavo duermo lloro espero
toco canto sueño caigo veo

calle noticiero gobierno
política internacional
ibuprofeno reliverán
seis y media de la mañana
autovía dos
ruta catorce
seis grados, dos de térmica

todas las cosas tienen
un lugar
que alguien determinó por mí
o que existen por sí mismas

no hay poesía en ningún lado,
tras las palabras la magia
se muere
cada vez que miro al costado

o para abajo, los pies
con las medias desparejas
desentendida
del mundo,
que clara y definitoriamente
se arroga
un vacío para mí.


martes, 25 de octubre de 2011

El océano


Breve comentario acerca del concierto del coro de cámara Vox Ensamble en el oratorio del Asilo Unzué, el 22 de octubre de 2011, en la ciudad de Mar del Plata.


El Oratorio del Asilo Unzué es un lugar que empalaga por su estilo rococó y por la mística que entrama lo sacro con el exceso de adornos y pintura dorada. Hacía tanto que no entraba a una iglesia. Y que no me sentaba en esos bancos de madera duros e incómodos. Y que no iba a un concierto de coro de cámara. Y de música culta.
Se sabe que la acústica de esos sitios es ideal para las resonancias corales, que se propagan con pequeños ecos y la música se amplifica. Ese solo detalle acerca del tipo de sonido que se produce, le confiere un carácter particular al asunto. Uno se siente envuelto por las voces, o siente que las voces se elevan, o que vuelven a descender en una especie de onda gigante que engrosa la atmósfera. O también que las imágenes, los cristos y las vírgenes mueven la boca, los ojos, el pecho al respirar, transpiran, tiemblan sus manos, por el sólo hecho de que las melodías y los acordes les dan vida, resucitan a cualquiera, son una suerte de savia o sangre vivificadoras.
Se puede realizar una prueba sencilla y efectiva: una película de terror vista sin sonido no produce para nada el efecto de miedo que provoca cuando se la ve con los sonidos y las armonías que la acompañan -a esta altura, diríamos que no acompañan a la película sino que son parte de ella-. Todo esto para afirmar que la música es algo que está escencialmente vivo y que hace vivir. Y que un coro de cámara, por ejemplo, que suena bajo la cúpula y frente a las columnas y las paredes extrañas de un recinto como éste, es por unos minutos, magia pura.
A quien no pasó por la experiencia de escuchar un concierto en una iglesia, se lo recomiendo fervorosamente.

En Vox Ensamble son catorce cantantes, coreutas para ser más específica. En el concierto al que asistí, la afinación oscilaba entre muy buena y exacta (elemento fundante de una experiencia que sea agradable a los oídos). La afinación lograda y los finales precisos, de frases o de la obra misma, equivalen a un gol de media cancha (algunos años como coreuta y buenos directores le enseñan a uno que hay pequeñas cosas que delimitan una base sobre la que se asienta lo que después será más o menos digno de oír).
                Además, la paridad de las voces se ajustaba cómodamente, sin vozarrones masculinos o chillidos femeninos (léase: bajos, tenores y sopranos) que cortaran el juego de las melodías, que pelearan a los codazos por sobresalir. Por momentos, el ensamble era casi perfecto.
Al oír la interpretación de varios madrigales, uno podía imaginar el entramado de las voces como una unidad que camina, como un personaje que avanzara por la calle con los árboles enganchados en sus brazos y la casa sobre la cabeza y los perros en cada pie y los pájaros en las orejas. El madrigal me suena a seres que se mueven hacia adelante con otros seres articulados, nadie se pisa, los pasos se desplazan sin molestarse pero en interrelación con los otros.
El director: un espectáculo en sí mismo. Simpático, canchero y afín al público, no se reservó chistes y caras graciosas antes, durante y después del concierto. Los que pasamos por coros sabemos que los directores suelen ser señores muy exigentes, malhumorados y nerviosos (no hablo de “las directoras”, tema para otro post), sobre todo si tienen certero afán por la excelencia. Sin embargo, Luciano Garay logró dirigir un coro de cámara con muy buena calidad musical, gesto distendido e incluso divertido.
Lo normal en un coro de cierto nivel es una atención permanente y afilada de los coreutas hacia el director, una mirada que no se corre de sus manos y gestos, o a lo sumo va desde él hacia a las partituras, en vaivén. Vox Ensamble mostraba esa atención extrema, y al terminar cada obra el director gesticulaba un “Bravo!” hacia sus cantantes. Evidentemente, todos estaban  a gusto.

El Oratorio del Unzué no deja de parecerme un lugar raro, repleto de historias tristes de jóvenes internadas, y es fácil imaginar que reinaba no menos que alguna oscuridad por esos días.
Pero la música convierte a las cosas en otras cosas, las transforma y las mueve.
Vox Ensamble transformó el lugar en una bocanada de belleza. Y no puedo más que recomendar que lo escuchen cada vez que quieran sumergirse en un océano del que, estoy  segura, estarán felices de no salir con vida.



lunes, 24 de octubre de 2011

EL POST DE LOS LUNES: De todas las opciones posibles, de Gastón Domínguez*



De todas las opciones posibles, José prefirió caminar en el frío para superar la angustia del domingo. No había sido una buena semana. Lluvia todos los días, pocos amigos en el frente, muchas deudas y Boca eliminado de la Libertadores. ¿Faltaba algo más? Hasta dolor de muelas. Ese domingo se había levantado temprano como todos los domingos pero no como el resto de los días. Era un tipo vampiresco, de los que se quedan leyendo o viendo películas hasta  bien entrada la madrugada. Trabajaba siempre de tarde. Los domingos por la mañana eran su día. Café con leche y medialunas dulces, de manteca, calentitas, recién salidas del horno. El diario. Ese era el preciso momento de la felicidad. Leer Página con el desayuno. El preciso momento de la angustia máxima eran esos mismos días pero diez horas después. La angustia del domingo. Esos subidones en el pecho, como si se estuviera por rendir un final, ese miedo galopante, el terror al lunes, a la muerte, a la soledad que te acompaña, miedo, miedo, ganas de llorar, miedo de no poder dormirte a la noche, miedo al lunes, a la semana. Miedo a la responsabilidad. ¿Responsabilidad? De eso, nada. Por eso, nadie. Por las noches la soledad desespera... La angustia del domingo pega fuerte, sobre todo en invierno. Los pibes, casados y con hijos. Entre tantos pañales y llantos, la angustia del domingo es una carmelita descalza para ellos. Nada de unos partidos de truco, nada de Play, ¿bares?,  nada. Nada de nada. Ya nada. Tenés que crecer, José. Andá a cagar. Pero, José, Jóse, la familia es lo más importante. ¡Andá! José veía en la familia, en la institución Familia, el comienzo de la degradación del ser humano. Se está vivo mientras se está soltero. Cuando te casás, comienza tu muerte (lenta). Todo eso pensaba José todos los domingos mientras se comía todas las medialunas. Y más. Pero como todos los seres humanos, José tenía familia, claro que sí. Pero dispersa por todo el globo. El padre, en un geriátrico. La madre, sola en su casa (cascarrabias la vieja, pero buena gente). Un hermano muerto. Una hermana casada (es decir, también muerta) que vivía en Córdoba capital. Otro hermano, el menor, en España, porque en este país, decía hasta dos minutos antes de hacer el check in. Y José, solo. Muchas novias que huían despavoridas cuando él no quería dar el paso. Las minas le hablaban de proyectos y de futuro y de no sé qué de largos plazos. Y después venía la palabra familia. Y ahí el cristal de amor se rompía haciendo un desastre con los pedacitos. Sangre y lágrimas por todos lados. José llegó a pensar que no pertenecía a su época. No encajaba. Sin embargo, no dejaba de recibir información de los divorcios. En el barrio, en el trabajo, en los talleres, en todas partes había separados. Gente que no se aguantaba. ¿Tan equivocado estaba?
     José salió a las siete y media de la tarde (¿noche?) después de ver los resultados deportivos. Se dijo que caminar era lo más conveniente para ese domingo. Otras veces, prefería quedarse encerrado y superarlo con alguna película. Eso sí, alquilada, porque si era una que dieran en la tele, la angustia se acrecentaba vertiginosamente con las propagandas, o, si era por cable, el sólo hecho de ver el logo del canal podía causar estragos. Otras veces jugaba a la Play. Pero solo no es lo mismo. Ese domingo prefirió caminar. Apenas llegó a la vereda, se dio cuenta de que se iba a cruzar con muy poca gente. En invierno la ciudad se encierra en sí misma. Ni un alma en la calle. Y eso que eran las seis y pico. Vivir cerca del centro tiene sus privilegios. Hay más luz. Pero también más caca de perro en la calle. José pensó en su pasado. Es su presente. Se preguntó si en verdad no está reconociendo los años que carga. Treinta no es joda. Pero a la vez resultan pocos. Cualquiera de más de cincuenta le dice pibe, yo a tu edad. Y todos le dicen ni loco vuelvo a hacer esto. Y José escucha. Los escucha. Y les hace caso. Sin embargo, todo lo que le dicen se lo dicen después de preguntarle cuándo se va a casar. Y él les dice mitad en broma, mitad en serio, nunca. Y ríe como un chico. Pero no lo entienden. Te vas a quedar solo, le dicen. José caminaba con frío. Prendió un cigarrillo. Vio linda ropa en una vidriera. Vio que los precios no estaban a su alcance. Aunque haciendo un esfuerzo… total, qué más da, no tiene que rendirle cuentas a nadie. Puede comprar eso si quiere. Pero no quiere y sigue caminando. Los árboles sin hojas se mueven. El frío crece. El frío del domingo crece. Los subidones, che. Pasó por una disquería y entró a ver qué había. Algo clásico, puede ser Coltrane. Puede ser Miles Davis. Puede ser Vinicius. Optó por Vinicius pero acompañado por María Bethania y Toquinho, juntos en Mar del Plata, en La Fusa. Cuando Mar del Plata tiraba los últimos destellos de calidad. Cuando un domingo por la noche era algo y no esto, la angustia urbana, la gente encerrada. Ciudad cada vez más grande y más pueblerina. La ciudad no ayuda. Pagó el disco y salió. La compra frenó un poco la ansiedad. Dio unas vueltas más y vio una pareja discutiendo. Ya no tenían retorno. Siguió en random y se dijo que el problema es el amor y su funcionamiento en el cuerpo como si fuera una droga. Cuando está adentro, todo bien. Cuando falta, chau. El problema, en verdad, es el pasado, repensó. Cuando había amor a algo. Un sueño, una meta, algo. Era un desahuciado. Soñar qué. Para qué. Treinta años y ya estaba de vuelta, concluyó. Regresó a su casa y tiró la campera en una silla. Prendió la estufa y preparó café. Abrió el disco de los brasileros en Mar del Plata. Saravá para ellos. Saravá porque cantaron alegres en Mar del Plata. La angustia del domingo, a una hora del lunes. Puso el disco en el equipo y escuchó. Escuchó que la alegría es sólo brasilera. Aunque canten al horror. Hay algo, hay brillo. Se tiró en la cama con la ropa puesta después de tomar el café. Le dio frío y se tapó un poco. La angustia del domingo se cubrió de sueño y bossa. Llegó el lunes.     



*Gastón Dominguez, estudiante de Letras en la UNMdP, estudió producción de radio, fue columnista de música y arte en los programas radiales El Puente y Apocalípticos e Integrados (Mar del Plata), tiene una novela (inédita) "El hijo de los héroes", publica diariamente en su blog www.gastondominguezanriquez.blogspot.com 

domingo, 16 de octubre de 2011

EL POST DE LOS LUNES: antiduelo*


siempre lo supe,

el tiempo y el dolor
se alargan como las canciones
que vuelvo a escuchar

la voz que dejaste
en la mitad de la lengua
y la otra
se murió cuando no estabas

atragantarse con palabras
marearse,
callate
no puedo pensar con tanta cosa

me lo recuerda
el agujero que quedó en los ojos
cuando te fuiste

tomalos
tragátelos

ni me hace falta mirar,
para qué los quiero

vino el silencio,
eso creímos

mentira,
el silencio nunca llega.



*leído en la presentación del libro Psicofango I, 15/10/2011, Polo Norte, Mar del Plata.


fotografía: objeto de arte de Marta Pardo 

miércoles, 12 de octubre de 2011

Una cuestión de velocidad


Los amores fugaces no son un problema
siempre y cuando
la velocidad sea precisa.
Ni bien se alargan
como sacudón de terremoto
sin pronosticar
o se adhieren
como la saliva al beso,
algo se desata y muere.

Los amores fugaces que se creen eternos
arrinconan hasta doler
a pesar de las hipótesis mejor argumentadas,
no hay kilómetros o papeles o idiotas
que lo convenzan
de que se retire
sin sangre,

sin que los cortes a la altura del abdomen
dejen ver los órganos
grises y ajenos
boqueando como los peces que se mueren
al respirar por la última vez.

El amor no es fugaz,
es el principio y el final de todo
lo que se niega
a sí mismo,
ruedo al bies,
agua en los dedos,
los olores de la noche.

Contraría la rapidez
con la que las cosas se nos caen,
se pierden o se deshacen,
es un militante de la permanencia.

Los amores fugaces no existen.