Francisco camina apurado por la vereda rota de Sarmiento al 4000. Justo ahora pasa por la placita Almagro, hoy sábado a las 11 y media de la mañana. Se pueden ver algunas familias improvisando un pic nic humilde y soleado bajo un otoño sin expectativas; en la esquina unos vendedores exhiben sus porquerías sobre el piso, arriba de una lona verde gastada, y si uno afina el oído se puede escuchar la música del gimnasio de enfrente, arriba. La gente entra y sale, los gimnasios siempre rinden, más ahora que se usa tanto estar en forma, bello y saludable.
Hay también algunos viejitos jugando en las mesas de ajedrez, y otros más jóvenes tomando mate sobre esas mismas mesas. Los árboles de la plaza son altísimos, verdísimos, o tal vez la memoria me los hace más grandes cuando tengo que contar cómo son. Sabemos bien que la memoria pone cosas donde no las hay, todo el tiempo, y ni vale la pena discutir con ella. Uno está condenado a perder, siempre.
Almagro es tan ruidoso, pero los sábados afloja un poco y los domingos le llega esa hermosa muerte que el barrio espera. Pero es sábado, no domingo, y Francisco apura el paso.
Sofía está con la nena en un pelotero, en el cumpleaños del hijo de una amiga, y se van a quedar ahí hasta bien entrada la tarde.
Sofía tiene treinta, el pelo largo y castaño claro, unos ojos verdes que matan de un rayo cósmico a cualquiera que se le anime a mirarla fijo, y una boca rosada, risueña y parlanchina. Es flaquita y etérea, camina como dando saltitos. Francisco la ama con locura, y a Morena, su hijita.
Pero ahora camina apurado, mira el reloj cien veces, tiene una taquicardia tremenda. Detecta, asombrado, un leve temblor en las rodillas y no es del frío. No tiene frío, más bien el calor de la sangre en ebullición le está enrojeciendo un poco las mejillas.
Francisco es un tipo hermoso, de treinta y tres, estatura mediana, mirada encantadora, normalmente serio, no anda desperdiciando sonrisas por ahí. Se dedica a las Ciencias Exactas con bastante éxito, nada del otro mundo, pero la lleva bien. Justo ahora está en un emprendimiento nuevo y tiene la mayor parte de su energía ahí. La usa bien, ni sobra ni falta. Lo que se dice un tipo equilibrado.
Mientras camina repasa algunas de las cosas que le quedan por hacer de ese proyecto, lo tiene todo en la cabeza como suele pasarle a la gente que se dedica a las Ciencias Exactas, es como si una computadora les organizara los pensamientos laborales del modo más eficiente que se pudiera sospechar.
Con respecto a pensamientos de otra índole, bueno, ya se sabe, nada funciona como una computadora.
El viento molesta lo suficiente como para que entrecierre los ojos evitando la tierra en la cara. Está a dos cuadras del café. Se olvidó los anteojos de sol. Se olvidó el celular en el auto. Se olvidó algo más que quería llevar a la ocasión.
Con el corazón a punto de explotar divisa el bar convenido, empuja la puerta, desde afuera no se ve nada. En el vidrio, el reflejo de la calle, los autos y los transeúntes hace de pantalla compacta y sólida. La ceguera es casi completa: entre la basurita en el ojo derecho, el rayo de sol justo sobre la córnea y el susto, no ve nada.
Con los ojos rojos y pestañeando, se sienta en una mesa y respira profundo. Un minuto antes de recuperar la visión, la ve.
Silvia, a dos mesas más allá, de perfil, junto a una de las ventanas, bebe nerviosamente un café, lo revuelve, bebe, lo revuelve.
Lleva el pelo a la altura de los hombros, ondulado, más o menos como lo tenía la última vez que la vio pero más claro. Sucumbió a las tinturas para señoras de cincuenta, piensa.
La mira, ahora con la vista perfectamente despejada: cómo pone el rulo detrás de la oreja izquierda, el arito que brilla en el lóbulo blanco y pequeño, la mano, cómo toma la taza, como la espera en la boca, cómo la deja de nuevo en el platito. El perfil a contraluz, el pedacito de cuello entre los rulos, la nariz pequeña cuando baja la cabeza y revisa el celular. La ve tan linda. Duele como cuando lo bello nos acuchilla, desprevenidos.
Es un instante de detención del universo, algo que no sucede muy seguido. Francisco tiene la suerte de que le toque a él, hoy y por única vez en su vida.
Y todo ese rato se dedica a mirarla desde la mesa del costado. La repasa desde el borde de la frente, los ojos, la nariz, se queda en la boca y la pera, después el cuello, la oreja. Y vuelve desde el cuello hacia arriba, la pera, la boca, la nariz, los ojos, la frente. El hombro, la mano que se mueve suave, la cintura todavía pequeña y las piernas cruzadas debajo de la mesita, tapizadas por un jean azul oscuro y unos zapatos negros.
A punto de quedarse congelado en el impasse eterno de ese minuto, le habla.
Silvia.
Ella se da vuelta, con certeza. Lo mira directamente a los ojos y le sonríe como antes, como siempre, con luz en la mirada y en los labios. Amaga a levantarse hasta donde está él, pero Francisco le gana el movimiento y se acerca rápido y levemente turbado.
Hola.
Hola.
¿Cómo estás?
Antes de que ella atine a decir algo, él le toma la cara con dulzura y la besa. Y no respiran por un rato y se ve que no les importa, a juzgar por el entusiasmo con que se encuentran las bocas.
Acostados, ella pasea sus pies sobre los de él. Yacen a medio abrazar, ella le acaricia la espalda, él le da pequeños besos en el cuello. Apoya su boca sobre uno de los pezones y se queda ensalivándolo durante unos minutos. Sabe que le encanta, como cuando tenía treinta y nueve. Por eso se queda y se demora, aletargado y enmudecido. Ella cierra los ojos y le habla.
Fran.
Qué.
Te voy a extrañar
(le acaricia la cintura, desciende, le moja el ombligo)
Pará, ¿diez años no es demasiado?
Sí, es.
Se oyen algunas bocinas y el tránsito que corre desbocado por calle Corrientes, detrás de la ventana del hotel.
Se abrazan, se aprietan.
Tenés el mismo olor en la piel, estás exactamente como te recordaba, no cambiaste nada.
Callate nene, soy una vieja.
Ya eras una vieja desde antes.
Se ríen, se besan, se tocan, se acarician el pelo, se miran.
Por última vez, o quizás hasta dentro de diez años.
Son las cuatro de la tarde y Sofía está por volver a la casa.
Son las cuatro de la tarde y a las seis sale el colectivo para Santa Fe.
Afuera todo ruge, está fresco, vuelan hojas secas y resisten unos rayos de sol frío y lejano.
Almagro es ruidoso, hoy un poco menos porque es sábado de tarde, pero en un rato empiezan las salidas nocturnas y se acaba la paz.
Ajo y agua.
ResponderEliminarMe gustó el clima de Almagro, es re así.
ja! sip, en una época anduve muy seguido por ahí. Gracias por leer Maru!
ResponderEliminar