jueves, 29 de septiembre de 2011

por donde se caiga el olvido


el mundo me queda incómodo,
me molesta en las mangas
en los zapatos
en los ojos que no termino de cerrar
ni de abrir
en la incontinencia de la angustia existencial
en lo que ya sé


es un castigo saber
y quedarse con las manos
en los bolsillos
o en cualquier agujero por donde se caiga
el olvido


el mundo es un conjunto indeterminado
de cosas
a patear
a retener
de tazas y escaleras
cigarrillos / cine / café


no quise quedarme
no entramos acá
te avisé, es incómodo


cuando el aire vuelva
y las manos dejen de temblar
y se vaya la náusea,
obtendré de todo esto
la parte 
que me toca




domingo, 25 de septiembre de 2011

LUNES: Siempre me duermo en la terminal.


Me subo al colectivo, estoy sola y acostumbrada. Mi mochila y yo, como siempre, en el coche cama, el Cóndor creo. No nos dan alfajores ni sánguches, algo que me parece básicamente mal. Encima no traje nada para comer porque justo un rato antes estuve descompuesta. De unas descomposturas que hacía tiempo no me agarraban: ganas de vomitar, transpiración e inminente miedo a alguna cosa. Bueno, de esas.
O sea que medio dormida por la baja presión (supongo que es baja presión) me acuesto en el asiento bien reclinado y mientras una nenita de dos años no para de hablar detrás de mí, me duermo.
           Siempre me duermo en la terminal, antes de que el colectivo se ponga en movimiento.
Y empiezo a soñar como loca.

Estoy en un circo y resulta que soy mitad bailarina mitad trapecista mitad payaso. Soy las tres cosas a la vez. En ese momento me encuentro con unos payasos gordos y feos, son Oggy Junco y Bergara Leuman vestidos de dorado y con flores en la cabeza. No sé, no nos damos mucha bola e intento pasar, lanzada al viento, a través de un aro de fuego; ellos lo sostienen con mala cara, miran al techo y putean en voz baja pero llego a escucharlos.
Tomo carrera y cuando me tiro por el aro me caigo. Pero me caigo mal, tipo agujero de ascensor. Ya se sabe cómo se siente eso de caer al vacío cuando uno sueña, juraría que en ese evento la vigilia se complota con la pesadilla para que los sentidos se confundan atrozmente.
Mal.
Me despierto contracturada, con frío.
Al lado tengo una chica con auriculares quieta como una momia, la nena de atrás duerme, la señora del otro costado ronca, el olor a café de colectivo es un asco.
Me tapo con el saco y me doy vuelta.
Y sigo soñando.

Estoy en una cervecería con un tipo que conozco de vista pero en el sueño somos amantes. Tengo un saquito rojo y él una campera negra. Hay mucho ruido de autos y de gente, estamos un poco nerviosos. Nos ponemos a hablar, me pasa unos títulos de películas, unos temas de Silvio Rodríguez, unos pensamientos de los que se va a arrepentir, y me muestra su libreta de estudiante. Le hago un chiste sobre la mía, la saco de la cartera y ya no es mi libreta de estudiante sino un papelito borroneado que dice ¿ves? acá está escrito el futuro.
El mozo nos trae una Stella Artois, la botella queda sin abrir y al pibe se le hace la hora de subirse al colectivo.
Lo acompaño, nos damos unos besos espectaculares y se sube, se sienta, cierra los ojos que antes me clavó a lo bestia y se duerme.

Justo cuando se duerme él me despierto yo.
Destapada, se ve que me moví mientras soñaba.
El olor del café mezclado con el del baño me está matando.
La cabeza trabaja más durante los viajes, hay tiempo y suficiente soledad como para enredarse en los pensamientos. Y ahí empiezo.
A veces me hago la payasa -pienso-, a veces escucho a Silvio Rodríguez, a veces me tomo una Stella, a veces hago malabares.
A veces uso un saquito rojo, a veces creo que tengo el futuro escrito, a veces me caigo por el hueco del ascensor.
La nena de atrás se despierta, tengo hambre.
Le mando un mensaje de texto al papá de mi hijo, en una hora lo trae a casa.
Miro por la ventanilla, ya casi no se ve el campo. 
Está oscuro, en un rato llego a casa, dejé el calefactor en piloto y seguro me olvidé prendida la luz de afuera.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

anónimo


quedate ahí
no te muevas un centímetro
de donde estás,
no ves que me aprieta
el aire escaso de
septiembre

no corras la lengua
que de lejos
todo se humedece y ya no sé
si la prefiero en la mía
si la prefiero en la nada
si no la prefiero

y que el silencio
de identidad
cabalmente innombrada
nos aplaste los ojos

te descifro,
hay corrientes que circulan
bajo cualquier circunstancia
y la pantalla
espejo que sabe todo
no sabe nada
no sabe nadie
cómo no ahogarse
en el barro de los días cínicos

asomar el cuello
destapar las fosas
hacer que el oxígeno camine
en el cuerpo anónimo
que te anuda
al deseo anónimo
que te ata
al pasaje anónimo
que te trae
hasta mí. 


lunes, 19 de septiembre de 2011

PSICOFANGO!

Para los que no fueron al evento Psicofango, pueden leer esta crónica impecable de aquel suceso acá! escrita por Un Tal Aón!

domingo, 18 de septiembre de 2011

LUNES: La chica radar

                
El radar funciona las 24 horas,  bajo cualquier clima y en todas las estaciones del año. No hay interruptor que corte su actividad, ni siquiera durante las horas del sueño. Capta tanto catástrofes como detalles, mínimas señales; preanuncia eventos y desencuentros. Es capaz de detectar movimientos insospechados, frases que se están por pronunciar y el tono con que serán dichas, negativas, directivas, deserciones, oportunidades.
La única debilidad del sistema es que, en algunas ocasiones, informa acerca de una situación con unos segundos de demora.
Si bien puede parecer insoportable vivir la vida con tantos datos, Silvina lo lleva con paciencia estoica aunque a decir verdad, nunca se acostumbra del todo.
Cuando entra al trabajo, saluda y se encuentra con las miradas de los otros, la forma de dar la mano o un beso en la mejilla, el tono de la voz con que cualquiera se dirige hacia cualquier otro,  sabe. Por ejemplo que Mauricio, el jefe, se va a negar a darle el día que José le está pidiendo; la forma en que Mauricio lo mira, en que pone el labio superior anticipando lo que va a decir, el modo como se toca la barba y cómo agacha la cabeza antes del “no”, es rápidamente decodificado, minutos antes de que suceda en la voz.
O cuando María Eugenia se dirige hacia ella con una sonrisa de rara arquitectura y ojos enrojecidos, le dice “Hola Sil, ¿tenés un minuto?”, el radar asegura que la próxima charla se desenvolverá acerca de males de amor, el tarado de Juan que de nuevo se borró, la tarada de la ex que lo persigue, lo tarada que soy cuando me llama para volver conmigo, ¿te das cuenta? Sí, Silvina se dio cuenta mucho antes.
El radar nunca se equivoca; bueno, casi nunca, no hay maquinaria perfecta.
Se hace mala sangre. Cuando el radar se aplica a las relaciones amorosas se le pone compleja la cosa. Porque el hecho de recibir los indicios acerca de la peligrosidad o imposibilidad de la cuestión, no le impide dejarse llevar por sus deseos y arremeter hacia el fracaso seguro.
Como cuando se enamoró de Carlos, un hombre diez años mayor y completamente asentado en su vida familiar. Y aunque él se declaró frágil ante ella, muerto de amor, derretido por sus besos, cautivado por su persona, absolutamente enamorado y desgarrado de pasión, nunca dejó a la esposa. Estaba cantado y no hay que ser una chica radar para sospecharlo.
La relación entre Silvina y el radar es, definitivamente, tragicómica.
Si compra en el almacén de la esquina y la atiende la señora petisa y canosa, le pide un paquete de galletitas y nada más, detecta por imperceptibles vibraciones en la voz que no va  a tener cambio para darle. Y no tiene.
Cuando se junta a tomar mate con su amiga Verónica y la escucha con avidez, mientras mastica una medialuna dulce y de fondo suena Adela en el Carrousel, el sistema le avisa que su amiga acaba de enamorarse aunque todavía no lo sabe. La forma en que mueve los párpados, la cantidad de veces que pestañea y repite “no, no me pasa nada, es algo así no más”, más la risa exagerada que sigue a cualquier comentario, cómo chupa la bombilla con el primer mate y el gesto con que se acomoda el pelo detrás del hombro.
Y también que su hijita volverá más tarde de la casa del papá a la tardecita, cuando suena el celular justo cuarenta minutos antes de la hora convenida; ese sólo dato es suficiente para la máquina de descifrar.
En la oficina detectó varios problemas de relación entre dos compañeros, incluso antes de que  supieran que ese malestar en el cuerpo cada vez que se veían, se transformaría en una brutal pelea. Diego abría las fosas nasales cada vez que Jorge se le acercaba, lo miraba fijo y respiraba un poco más fuerte que lo habitual. Era notorio el cambio en la mirada y en el ritmo respiratorio, el pecho se le movía demasiado hacia adelante con cada inhalación de aire y las manos se le crispaban. Jorge apretaba las mandíbulas, se ponía verborrágico, esquivaba la mirada de Diego y levantaba el tono de la voz. La explosión era inminente. No probable, inminente para Silvina, quien  tenía certeza de que la batalla incluiría trompadas e insultos a viva voz, delante de todos.
Una vez el radar se equivocó feo.
Había pronosticado la separación entre el hermano y su mujer, la cuñada, a juzgar por los datos con los que contaba hasta ese momento. La cuestión es que a los llantos de ella, los desprecios que se hacían en público, la cara de hastío de él y la rabia de los dos, siguió una inesperada recomposición y todos a comer perdices.
Silvina tiene un rato libre, no hace frío y decide caminar por la calle hasta las cinco, que vuelve a entrar al trabajo.
Hay un vientito suave, su pelo negro se mueve lento como las ondas del aparato; los ojos verde agua parpadean por el sol; sus piernas se deslizan con gracia entre los bancos de una plaza, se sienta, deja la cartera en la falda, pone la cara al sol, las piernas extendidas, las manos tibias y los brazos flacos cuelgan a los costados.
Abre un libro que tiene justo a mano y se mete en “Las maquinarias de la alegría”; lo leyó casi cincuenta veces, pero no se cansa.
Se queda un rato metida en “El día de muertos”, calaveras de azúcar y desesperación, catacumbas inquietantes y un yanqui aturdido de tanto funeral.
Como si caminara entre el polvo ardiente del mediodía mejicano, se acomoda el flequillo, se pone los anteojos oscuros, respira.
Enfrente hay una señora con un perrito, se viene el ladrido se viene el ladrido, dice el radar, y ladra. Silvina no se inmuta, la señora le grita al animal que se calle, entre los dos hacen mucho ruido. Pero ya se van a ir más lejos, piensa. La señora y el perrito desaparecen de su vista, sólo quedan los nenes en los jueguitos, a su derecha, y la gente que pasan caminando.
Son las cuatro y media, el tiempo le alcanza con comodidad para llegar a horario. El radar suele llevarse bien con el tiempo, las mediciones son casi exactas. De todos modos, no se trata de detectar nada, sino de controlar la hora para llegar a tiempo.
Se echa el pelo detrás de los hombros, guarda el libro en la cartera, toma aire, se levanta etérea y empieza a caminar hacia la vereda. El vestido hindú se mueve con pasos de viento urbano, rojizo y liviano le roza las piernas delgadas a lenguas de tela fresca.
Un tipo en una bicicleta pasa rápido, sin mirar, sin verla, la rueda delantera casi toca su pie a punto de apoyarse en la calle. Ella lo corre en una reacción refleja, sorprendida espera un minuto antes de volver a cruzar.
Luego avanza sobre la calle con el semáforo a su favor. Enfrente, un señor con bastón levanta sus pies con esfuerzo y dos chicos con uniformes escolares ríen escandalosamente, cargados con mochilas enormes y zapatos nuevos. Caminan hacia la vereda, cruzándose con ella de la forma en que uno cruza la calle un día cualquiera, sin reparar en nada en particular, con la cabeza en lo que sigue, Diego y el ojo morado, María Eugenia y ojalá haya preparado mate porque me muero por tomar uno ya mismo, Mauricio y su mala cara de lunes. Cuando le faltan tres pasos para subir de nuevo a la vereda, un taxi cruza sin frenar y la tira.
Unos cuantos metros adelante.
Sacude el cuerpo como una bolsa de ropa sucia que flamea frágil en el aire de otoño, se luce en tres vueltas a lo alto y cae al asfalto como piedrazo.
Se queda dos minutos lúcida, sangra la nariz, la cabeza, uno de los brazos.
No entra el aire. No entra.
En ese último instante de conciencia, en tiempo diferido, bajo la mirada atónita de los curiosos que la rodean, el radar le indica que todo termina ahora mismo.


jueves, 15 de septiembre de 2011

El desconocido


 El desconocido llega los jueves a las cuatro de la tarde. Toca dos timbres y entra rápido ni bien le abro la puerta. Casi siempre trae remera azul y una mochila negra.
Me dice “Hola hermosa, ¿cómo estás?” y dispara con esos ojos intensos, mucho más intensos que el temblor en la voz.
Siempre lo mismo: le ofrezco un café, lo toma y me mira fijo mientras hablo de cualquier cosa. Y sin aviso, me agarra de la cintura y me hunde en un beso que es cada vez el mismo; suave al principio y tremendo después.
El desconocido me levanta la remera y se detiene ahí, en donde me late cada vez más fuerte, me hace chistes y nos reímos y nos besamos y tomamos café y fumamos, todo al mismo tiempo.
Después me empuja hasta el sillón, me hace el amor con una dedicación y un misterio que no logro descifrar. Me dice cien veces cuánto le gusto, cuánto me quiere y se queda mirándome un rato largo.
A veces me quedo callada, a veces digo algo gracioso, otras le pregunto, pero se mantiene en el desconocimiento por convicción o no sé por qué.
Entonces se hacen las siete, siete y media, y me dice “Me tengo que ir”, y yo “Sí, ya sé”.
Me abraza como quince minutos, llorisqueo en su hombro, me pide que no lo haga, “hasta el jueves”, me da un pico.
Le abro la puerta, sale rápido, me tira un beso, me hace chau con la mano.
Pero hoy fue distinto. Habló de miedos, de amor, de tiempos y me dijo tres veces que me odiaba.
Ya es jueves de nuevo y no vino.
Entonces agarro mi cartera negra, la campera azul, el celular, voy hasta donde está y le toco timbre.
El desconocido casi se muere cuando me ve, porque piensa que lo desconozco y porque nunca hago más de lo que me pide.
Me mira con asombro como frente a una revelación, una aparición, un signo sobrenatural de algo, del fin del mundo o alguna de esas cosas.
“Te odio” me dice por lo bajo, en la oreja, mientras me agarra de la cintura y se hunde en mi cuello, para siempre.


domingo, 11 de septiembre de 2011

LUNES: Las tres menos veinte*


El hombre se despierta de golpe, no por el despertador sino por esa lanza impiadosa que cae sobre su pensamiento y le golpea el pecho. Está acostumbrado a despertar así, como si alguien le disparara con un arma, como si alguien le clavara una espada. Ya sabe, viene la taquicardia y al siguiente segundo se dio cuenta, se despertó. 


El problema es que son las dos de la mañana y la noche se anuncia espesa y lentísima, como le pasa siempre. Decide volver a dormirse, respira profundo e intenta no moverse, un poco para atraer al sueño, un poco para espantar a los espíritus malignos de su pensar, un poco para no despertar a la mujer que duerme a su lado. 


Allí, el inevitable laberinto comienza su carrera: el trabajo, el jefe complicado, el compañero malintencionado, el amigo, el pago de los últimos impuestos, el del crédito que tanto costó conseguir, las interminables quejas de su mujer, las interminables quejas de su amante, interminables preocupaciones obturando las vías del sueño.


Apenas pasaron nueve minutos.


Comenzó a transpirar, a sentir el corazón saliéndose como si pudiera latir afuera. ¡Mierda! Como si este desgraciado tuviera vida propia. 
Respira otra vez como indican los médicos que hay que hacer cuando viene el pánico.
Inspiro, exhalo, inspiro, exhalo. Tic tac tic tac tic tac.


Un ladrido lejano. Aunque en la noche hasta el ladrido más lejano se oye tan cerca, amplifica las vibraciones, aturde en las mandíbulas salivantes. Ese perro me tiene harto, si no se calla me levanto y lo ahorco con mis propias manos.
Tic tac tic tac tic tac. Cierto, la respiración.
Se da vuelta pesadamente, su cuerpo es ágil y movedizo pero ya se sabe, en la noche todo pesa más. Al girar registra el dolor en la nuca, punzante y sencillo como un par de agujas de tejer metiéndose en la base de su cabeza. El quejido es leve y corto. Ya bastante con los ladridos y ese maldito reloj. Los minutos del sucio silencio nocturno se desagajan sin apuro, mojan la respiración profunda de la que duerme, salpican el aire entrecortado del insomne.
La mira y no la ve, es hermética la oscuridad de la habitación. Siente el calor tibio de su brazo que casi lo toca y lo rozan las puntas de su pelo.
También la escucha. Aletargada la entrada y la salida del aire, que ahora parece engrosarse y elevarse hacia el techo del cuarto. Si pudiera dormir así. Una uña de la mujer se desliza molestándolo en uno de sus muslos, se mueve dormida y ajena.


Tic tac tic tac tic tac.
La nuca arremete doliente, y siente que ya no puede mover más el cuello, es tan hondo el dolor que prefiere quedarse inmóvil y volver a respirar, a pesar del ahogo que de a poco se adueña de su garganta.
Ruido de pasos en el piso superior, llaves, puerta, muebles, risas inoportunas y música desagradable. La mujer se da vuelta, su respiración ha crecido monstruosamente, ahora lo abraza y entrecruza sus piernas con las de él. El hombre intenta correrse hacia su lado de la cama, pero esos filos en la nuca como ojos que le disparan, lo dejan quieto. Se mezcla el tic tac con los gemidos y las risas que se multiplican arriba, y los ladridos avanzan sobre la calle, hacia las ventanas, dentro de los oídos, directo hacia el pecho del hombre.
No quiere abrir los ojos, aunque la oscuridad sigue intacta.
Las uñas de la mujer comienzan a clavarse en su espalda, como heridas hechas al descuido, como pinches que azarosos buscan el interior de la carne.
El grito se ahoga.
La música crece como la voz de la Josephine de Kafka.
De nuevo el corazón late, salta, patea hacia fuera, rompe las arterias, cruza los músculos, esquiva los huesos, raja la piel, asoma desesperado.
Abre un ojo. Se sacude. Resopla.
Tic tac tic tac tic tac.
Son apenas las tres menos veinte.  


*este cuento fue leído el sábado 10 de septiembre de 2011, en la Fiesta Psicofango, Centro Cultural La Bicicleta, Mar del Plata.

Página Psicofango en Facebook    https://www.facebook.com/Psicofango
                                                       

martes, 6 de septiembre de 2011

breve

y entonces el miedo
se encadena al deseo
dijimos
y me quedé pensando

apagué la computadora
salí a la calle
caminé
sabía que el miedo
es una brújula,
uno se queda
en los lugares indicados
donde el golpe cae,
eso no es una brújula,
no sé lo que es

ni voy a disertar sobre el tema,
todo se mueve hacia algún
lugar
que no existe
o será que nunca llego,

o entonces el deseo
se encadena al odio
y nada es lo que parece.


foto: yo.

lunes, 5 de septiembre de 2011

PSICOFANGO!

MÚSICA Y LECTURAS!

sábado 10 de septiembre
21hs. PUNTUAL!!!

en Espacio La Bicicleta
Falucho 4466, Mar del Plata.

invitación abierta!!!
Bono contribución $5.-


Presentación del Fanzine Psicofango:
http://lapequeniaeditorial.blogspot.com/

Música en vivo —> Leaving Moscú
http://www.facebook.com/leavingmoscu

Fotografías —> Mara Sosti
http://www.fotografiasmarasosti.blogspot.com/

Expone y (en una de esas) dibuja —> Maria Alejandra Estifique
http://www.estifique.blogspot.com/


LOS LECTORES:

Martín Zariello
http://ilcorvino.blogspot.com/

Alejo Salem
http://alejosalem.wordpress.com/

Nicolás Pedretti
http://tengounlinyerabajolacama.blogspot.com/

Gabriela Cancellaro (Bs. As.)
http://noentiendonada.wordpress.com/

Maximiliano Provenzani (Bs. As.)
http://cuentochino.wordpress.com/

Gonzalo Viñao
http://costanegra.blogspot.com/

Paula Fernandez Vega
http://divaguesdiarios.blogspot.com/

Carolina Bugnone
http://lasletrasynosotrosoque.blogspot.com/

Gastón Dominguez
http://gastondominguezanriquez.blogspot.com/

Ana Luz Mazza
http://analuzpalabras.blogspot.com/

Mariana Garrido
http://borronyversonuevo.blogspot.com/

Lucía Giacondino
http://porlacausaaultranza.blogspot.com/

Pablo Roset (Bs. As.)
http://anecdos.wordpress.com/

y otros!!!

domingo, 4 de septiembre de 2011

LUNES: Un tipo con suerte*

                                                                                                               
*Basado en hechos reales; su protagonista es un amigo virtual a quien dedico este cuento. Por su pedido, mantengo en reserva  su identidad.


Federico es, básicamente, un tipo con suerte. Trabaja en una empresa de limpieza de alfombras, la más grande de la zona, y hace poco lo ascendieron a encargado, con un pequeño aumento de sueldo y la misma cantidad de horas de trabajo. Un golazo. Ya no tiene que salir en la camioneta con los aparatos que succionan el agua verduzca y olorosa de las alfombras cuando una gotera o un accidente doméstico comete el desastre.
Tampoco es que le disguste tanto. A fin de cuentas tiene su parte interesante no quedarse todo el día en una oficina; incluso a veces se liga un mate o un café de alguna ama de casa piadosa. Federico es de los que se acomodan a la vida como quien piensa que su pie se adaptará a la horma del zapato y no al revés. Por eso tiene suerte, porque encara las cosas con una disposición increíblemente positiva. El nuevo puesto en la empresa lo pone en un lugar de ganador al que, a decir verdad, no está muy acostumbrado.
Hace un año que anda solo, sin pareja. Dejó a Laura cuando Julieta se cruzó en su camino. Y aunque después no prosperó, parecía que el asunto con Laura no iba a durar demasiado.
 Su departamento en Flores es como el de cualquier soltero: desordenado, los platos sucios acumulados en la cocina, las sábanas sin cambiar por largos días, los toallones húmedos en el baño, la heladera con casi nada salvo cerveza. Y puchos.
Cada tanto sale con los amigos, aunque se siente más cómodo en internet. Hace un año, la mayor parte de su vida social pasa por ahí, va de una red social a otra, chatea, comenta, intercambia. Como en la vida, encontró de todo, y un aire mágico y encantador en esto de no verse las caras, decir con libertad, leer barbaridades, escuchar con los ojos, suponer, inventar y completar con la imaginación la parte que falta al contacto directo con los otros. Es fascinante, piensa; además se hace el galán o el canchero o el copado y los demás se lo creen. O no, no le importa demasiado. Él se lo cree y está chocho.
Así un día aparece ella. Claudia es tímida, al menos eso le dice, por eso no muestra sus fotos en internet. Sin embargo, cuando empiezan a chatear, Federico encuentra a una mujer hermosa, atractiva, y aún más importante, interesada en él. Se presenta como una chica más bien sufrida, tiene dos pequeñas hijas, se separó hace un año y medio, su mamá la ayuda un poco con la crianza. Trabaja en una mueblería y parece de esas minas que se la bancan.
Él la lee con creciente interés, resulta que ambos son fanáticos del rock nacional y pasan horas compartiendo música y hablando sobre eso. Ella pregunta poco, sabe hasta dónde indagar, no quiere excederse, tiene  claro que eso asusta a los hombres. Y quiere encontrar alguno a su medida, o a una medida aproximada, o algo.
Mientras él mantiene el antiguo anhelo de reconstruir su vida amorosa, tener a su lado a una mina copada, simpática, agradable, ella en realidad necesita desesperadamente volver a tener sexo.
No es que a él no le interese el tema, pero como es un tipo con suerte, no ha tenido mayores dificultades con eso. Ella sí.
La cosa es que el chat va subiendo de tono, progresivamente, porque el deseo es algo muy extraño y poderoso, al que no le interesa en lo más mínimo por qué vía se desenvuelve. En la pantalla las palabras empiezan a tocar el cuerpo, Claudia esboza detalles sobre cómo está vestida, qué le gusta de un hombre, cómo prefiere los besos; y desde allí a qué ropa interior tiene puesta, cuánto le gustaría que él se la sacara, cómo se la quita ella misma mientras chatea con él. Federico disfruta cada palabra y cada puntada de deseo. Le gusta el jueguito, que se extiende algunas semanas, pero todo tiene un límite, y ese día le dice directamente Claudia te quiero ver.
No le hace falta explicar ni insistir ya que ella misma había preparado el terreno, como bien saben hacer las mujeres: arman las situaciones pero hacen que ellos las enuncien, y que se sientan unos super atractivos encaradores, cuando en realidad todos sabemos que las que eligen, deciden y concretan son ellas.
O sea que cuando él le dice Claudia te quiero ver la respuesta está cantada, no suena como un pedido sino como la culminación obvia y esperada de un tránsito de deseo que exige pasar a otra cosa.
Y quedaron en la puerta del bingo de Belgrano a las once de la noche.
Federico puntual, nervioso, con el nivel de adrenalina al límite de lo tolerable para cualquier sistema nervioso central, la espera. No la conoce así que cada vez que una mujer pasa caminando por la vereda, mira fijamente: la cara, la cintura, los pechos, la expresión, la mirada, el pelo. Nunca fue tan conciente de la diversidad estética femenina como esa noche, en la puerta del bingo.
Son inagotables, piensa: chicas petisitas de pelo enrulado y mucho perfume; clásicas, más bien formales, peluquería, ojos claros; altas y escuálidas, palidez y aburrimiento en la mirada; pasadas de kilos y ropa demasiado ajustada, colorinches y risueñas; y cada tanto, por algún designio desconocido o un cruce genético excepcional, alguna de esas para las cuales la calificación de “perfectas” parece poco.
Pasan los minutos y empieza a transpirar mientras las chicas caminan indiferentes frente a su cara y al humo del cigarrillo. Se tomó una cerveza antes de salir.
Hasta que Claudia se acerca, lo detecta a media cuadra del bingo, se detiene y después avanza lento sin quitarle la mirada.
Cuando Federico recibe el sablazo en los ojos, piensa Ay no.
Ay. No. No, no, no.
No.
Es la mujer más fea que jamás haya creído que podía existir en todo el territorio de Flores, qué digo Flores, de la Capital entera. Tiene el pelo dudosamente teñido, un peinado poco amable y aunque sonríe (sonríe de los nervios), nada mejora su aspecto. Esa sonrisa mete miedo, piensa, y de golpe la adrenalina se multiplica en infinidad de mililitros corriendo enloquecida en la sangre del pobre hombre y confundiendo con intensidad a las neuronas.
Esas células cerebrales que en un segundo destruyen la imagen del personaje que Federico había construido en su cabeza todo ese tiempo de una mujer encantadora y no digo bellísima, pero al menos dentro de los cánones de lo común, de lo esperable, lo normal, una mina “más o menos” que con su onda, simpatía e intereses compensara. Pero no. No hay forma de compensar, se dice.
Como no es mal tipo, le devuelve la mejor sonrisa que puede; y en una peligrosa maniobra que podría volverse en su contra, la invita a la costanera, ahí frente al río. Un lugar en donde bajarse del auto, mirar la luna sobre el río y matarse a besos pintaría como lo más adecuado.
Es un momento de real confusión para nuestro caballero, ya que entran en franco  conflicto sus enormes deseos sexuales,las  horas de calentura frente a la pantalla, enérgicos momentos de autosatisfacción a partir de las palabras mágicas de esa mina, y la persona que tiene ahí, al lado, en el asiento del acompañante del Dodge 1500.
Es tan fea que no puede mirarla. Pero tiene que mirarla igual y conversar. Es tan pero tan distinto lo que está pasando ahora de lo que pasaba en el chat. Me odio, llega a pensar.
En el medio de una charla que intenta retomar los temas chateados, su mirada evasiva y el entusiasmo de Claudia, un llamado telefónico por un problema de vómitos con una de las pequeñas hijas, lo salva rotundamente.
Dios existe, piensa.
Ay, Federico, me voy a tener que ir, la más chiquita está descompuesta, no voy a poder quedarme.
Por supuesto, Claudia, tus hijas son lo más importante, no lo dudes ni un minuto, ya te alcanzo a tu casa.
Bueno pero esperá, le dice ella, y se le abalanza con la boca abierta, la lengua ardiente y todo el fuego que es capaz de alimentar una mujer tras largos tiempos de abstinencia; incluye hornallas al máximo, calderas del infierno y vaginas dentadas.
Allí está la hembra más deliciosamente horrible de Flores, besándolo con pasión y ofreciéndole todas sus redondeces, su aliento, su onda y casi casi también su alma (diabólica, a este punto).
Federico cierra los ojos con la esperanza de que el contacto corporal encienda lo que se había encendido antes. Antes de verle la cara en vivo y en directo. Pero la magia no aparece, ni siquiera la cerveza ni el toque de las lenguas ni las manos entre las piernas logran desatar las verdaderas ganas de meterla en su cama.
Dios existe, repite Federico, mientras maneja de vuelta a su casa después de dejar a Claudia en la suya.
Turbado y confundido, se ríe solo. Menos mal que la nena vomitó, dice.
El nivel de adrenalina en sangre empieza a normalizarse, todavía le tiemblan las manos y se rasca el cuello, donde la saliva mezclada con el rouge se le pegotea al borde de la camisa.