jueves, 15 de septiembre de 2011

El desconocido


 El desconocido llega los jueves a las cuatro de la tarde. Toca dos timbres y entra rápido ni bien le abro la puerta. Casi siempre trae remera azul y una mochila negra.
Me dice “Hola hermosa, ¿cómo estás?” y dispara con esos ojos intensos, mucho más intensos que el temblor en la voz.
Siempre lo mismo: le ofrezco un café, lo toma y me mira fijo mientras hablo de cualquier cosa. Y sin aviso, me agarra de la cintura y me hunde en un beso que es cada vez el mismo; suave al principio y tremendo después.
El desconocido me levanta la remera y se detiene ahí, en donde me late cada vez más fuerte, me hace chistes y nos reímos y nos besamos y tomamos café y fumamos, todo al mismo tiempo.
Después me empuja hasta el sillón, me hace el amor con una dedicación y un misterio que no logro descifrar. Me dice cien veces cuánto le gusto, cuánto me quiere y se queda mirándome un rato largo.
A veces me quedo callada, a veces digo algo gracioso, otras le pregunto, pero se mantiene en el desconocimiento por convicción o no sé por qué.
Entonces se hacen las siete, siete y media, y me dice “Me tengo que ir”, y yo “Sí, ya sé”.
Me abraza como quince minutos, llorisqueo en su hombro, me pide que no lo haga, “hasta el jueves”, me da un pico.
Le abro la puerta, sale rápido, me tira un beso, me hace chau con la mano.
Pero hoy fue distinto. Habló de miedos, de amor, de tiempos y me dijo tres veces que me odiaba.
Ya es jueves de nuevo y no vino.
Entonces agarro mi cartera negra, la campera azul, el celular, voy hasta donde está y le toco timbre.
El desconocido casi se muere cuando me ve, porque piensa que lo desconozco y porque nunca hago más de lo que me pide.
Me mira con asombro como frente a una revelación, una aparición, un signo sobrenatural de algo, del fin del mundo o alguna de esas cosas.
“Te odio” me dice por lo bajo, en la oreja, mientras me agarra de la cintura y se hunde en mi cuello, para siempre.


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