domingo, 18 de septiembre de 2011

LUNES: La chica radar

                
El radar funciona las 24 horas,  bajo cualquier clima y en todas las estaciones del año. No hay interruptor que corte su actividad, ni siquiera durante las horas del sueño. Capta tanto catástrofes como detalles, mínimas señales; preanuncia eventos y desencuentros. Es capaz de detectar movimientos insospechados, frases que se están por pronunciar y el tono con que serán dichas, negativas, directivas, deserciones, oportunidades.
La única debilidad del sistema es que, en algunas ocasiones, informa acerca de una situación con unos segundos de demora.
Si bien puede parecer insoportable vivir la vida con tantos datos, Silvina lo lleva con paciencia estoica aunque a decir verdad, nunca se acostumbra del todo.
Cuando entra al trabajo, saluda y se encuentra con las miradas de los otros, la forma de dar la mano o un beso en la mejilla, el tono de la voz con que cualquiera se dirige hacia cualquier otro,  sabe. Por ejemplo que Mauricio, el jefe, se va a negar a darle el día que José le está pidiendo; la forma en que Mauricio lo mira, en que pone el labio superior anticipando lo que va a decir, el modo como se toca la barba y cómo agacha la cabeza antes del “no”, es rápidamente decodificado, minutos antes de que suceda en la voz.
O cuando María Eugenia se dirige hacia ella con una sonrisa de rara arquitectura y ojos enrojecidos, le dice “Hola Sil, ¿tenés un minuto?”, el radar asegura que la próxima charla se desenvolverá acerca de males de amor, el tarado de Juan que de nuevo se borró, la tarada de la ex que lo persigue, lo tarada que soy cuando me llama para volver conmigo, ¿te das cuenta? Sí, Silvina se dio cuenta mucho antes.
El radar nunca se equivoca; bueno, casi nunca, no hay maquinaria perfecta.
Se hace mala sangre. Cuando el radar se aplica a las relaciones amorosas se le pone compleja la cosa. Porque el hecho de recibir los indicios acerca de la peligrosidad o imposibilidad de la cuestión, no le impide dejarse llevar por sus deseos y arremeter hacia el fracaso seguro.
Como cuando se enamoró de Carlos, un hombre diez años mayor y completamente asentado en su vida familiar. Y aunque él se declaró frágil ante ella, muerto de amor, derretido por sus besos, cautivado por su persona, absolutamente enamorado y desgarrado de pasión, nunca dejó a la esposa. Estaba cantado y no hay que ser una chica radar para sospecharlo.
La relación entre Silvina y el radar es, definitivamente, tragicómica.
Si compra en el almacén de la esquina y la atiende la señora petisa y canosa, le pide un paquete de galletitas y nada más, detecta por imperceptibles vibraciones en la voz que no va  a tener cambio para darle. Y no tiene.
Cuando se junta a tomar mate con su amiga Verónica y la escucha con avidez, mientras mastica una medialuna dulce y de fondo suena Adela en el Carrousel, el sistema le avisa que su amiga acaba de enamorarse aunque todavía no lo sabe. La forma en que mueve los párpados, la cantidad de veces que pestañea y repite “no, no me pasa nada, es algo así no más”, más la risa exagerada que sigue a cualquier comentario, cómo chupa la bombilla con el primer mate y el gesto con que se acomoda el pelo detrás del hombro.
Y también que su hijita volverá más tarde de la casa del papá a la tardecita, cuando suena el celular justo cuarenta minutos antes de la hora convenida; ese sólo dato es suficiente para la máquina de descifrar.
En la oficina detectó varios problemas de relación entre dos compañeros, incluso antes de que  supieran que ese malestar en el cuerpo cada vez que se veían, se transformaría en una brutal pelea. Diego abría las fosas nasales cada vez que Jorge se le acercaba, lo miraba fijo y respiraba un poco más fuerte que lo habitual. Era notorio el cambio en la mirada y en el ritmo respiratorio, el pecho se le movía demasiado hacia adelante con cada inhalación de aire y las manos se le crispaban. Jorge apretaba las mandíbulas, se ponía verborrágico, esquivaba la mirada de Diego y levantaba el tono de la voz. La explosión era inminente. No probable, inminente para Silvina, quien  tenía certeza de que la batalla incluiría trompadas e insultos a viva voz, delante de todos.
Una vez el radar se equivocó feo.
Había pronosticado la separación entre el hermano y su mujer, la cuñada, a juzgar por los datos con los que contaba hasta ese momento. La cuestión es que a los llantos de ella, los desprecios que se hacían en público, la cara de hastío de él y la rabia de los dos, siguió una inesperada recomposición y todos a comer perdices.
Silvina tiene un rato libre, no hace frío y decide caminar por la calle hasta las cinco, que vuelve a entrar al trabajo.
Hay un vientito suave, su pelo negro se mueve lento como las ondas del aparato; los ojos verde agua parpadean por el sol; sus piernas se deslizan con gracia entre los bancos de una plaza, se sienta, deja la cartera en la falda, pone la cara al sol, las piernas extendidas, las manos tibias y los brazos flacos cuelgan a los costados.
Abre un libro que tiene justo a mano y se mete en “Las maquinarias de la alegría”; lo leyó casi cincuenta veces, pero no se cansa.
Se queda un rato metida en “El día de muertos”, calaveras de azúcar y desesperación, catacumbas inquietantes y un yanqui aturdido de tanto funeral.
Como si caminara entre el polvo ardiente del mediodía mejicano, se acomoda el flequillo, se pone los anteojos oscuros, respira.
Enfrente hay una señora con un perrito, se viene el ladrido se viene el ladrido, dice el radar, y ladra. Silvina no se inmuta, la señora le grita al animal que se calle, entre los dos hacen mucho ruido. Pero ya se van a ir más lejos, piensa. La señora y el perrito desaparecen de su vista, sólo quedan los nenes en los jueguitos, a su derecha, y la gente que pasan caminando.
Son las cuatro y media, el tiempo le alcanza con comodidad para llegar a horario. El radar suele llevarse bien con el tiempo, las mediciones son casi exactas. De todos modos, no se trata de detectar nada, sino de controlar la hora para llegar a tiempo.
Se echa el pelo detrás de los hombros, guarda el libro en la cartera, toma aire, se levanta etérea y empieza a caminar hacia la vereda. El vestido hindú se mueve con pasos de viento urbano, rojizo y liviano le roza las piernas delgadas a lenguas de tela fresca.
Un tipo en una bicicleta pasa rápido, sin mirar, sin verla, la rueda delantera casi toca su pie a punto de apoyarse en la calle. Ella lo corre en una reacción refleja, sorprendida espera un minuto antes de volver a cruzar.
Luego avanza sobre la calle con el semáforo a su favor. Enfrente, un señor con bastón levanta sus pies con esfuerzo y dos chicos con uniformes escolares ríen escandalosamente, cargados con mochilas enormes y zapatos nuevos. Caminan hacia la vereda, cruzándose con ella de la forma en que uno cruza la calle un día cualquiera, sin reparar en nada en particular, con la cabeza en lo que sigue, Diego y el ojo morado, María Eugenia y ojalá haya preparado mate porque me muero por tomar uno ya mismo, Mauricio y su mala cara de lunes. Cuando le faltan tres pasos para subir de nuevo a la vereda, un taxi cruza sin frenar y la tira.
Unos cuantos metros adelante.
Sacude el cuerpo como una bolsa de ropa sucia que flamea frágil en el aire de otoño, se luce en tres vueltas a lo alto y cae al asfalto como piedrazo.
Se queda dos minutos lúcida, sangra la nariz, la cabeza, uno de los brazos.
No entra el aire. No entra.
En ese último instante de conciencia, en tiempo diferido, bajo la mirada atónita de los curiosos que la rodean, el radar le indica que todo termina ahora mismo.


2 comentarios:

  1. Esos dos segundos comprimen la historia del hombre en el planeta. Un lapso que diferencia al que va a zafar del que no. Está en uno negarlo o enfrentarlo.
    Felicitaciones!

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  2. Tantas gracias, maestro! un abrazo psicofánguico!

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