viernes, 25 de febrero de 2011

Embarazo, de *Paula Fernandez Vega.


Lleve una vida sana, no tome pastillas, no fume, no se exceda en carbohidratos. Sonrisa, dos golpes secos en el hombro, sonrisa otra vez. Ella salió del consultorio y la voz del médico resonaba en los pasillos como un eco, la cara se le caía sola y arrastraba los pies lánguida y cansada. Una enfermera, desesperada por socorrer a cualquiera que pasara, le preguntó si estaba bien, si quería recostarse y ella no la escuchó y siguió caminando sin cambiar su rumbo. La muchacha se quedó mirándola con un poco de lástima, pero la olvidó enseguida. No pensaba en el bebé, el bebé en sí como cosa, sino en todo lo que la arrastraba a creer verdaderamente en él. Esos consejos repetidos, la futura alegría de la familia, el crecimiento de la panza, aquel camino tortuoso y determinado que conduce al nacimiento, del que ella tendría que hacerse cargo hasta el día de su muerte.

Encendió un cigarrillo al salir del hospital con una culpa que sólo la hacía disfrutarlo más y continuó caminando como si nunca pudiera dejar de hacerlo. Miró los rostros de las personas y pensó que quizás alguno de ellos sea su hijo en unos años, y pensó en la posesión, en el respeto, en las discusiones de adolescente, en las veces que le pedirá que no fume mientras un cigarrillo le pendiera de la boca y le diga que justamente por eso, lo imagina todo, días de silencio tortuoso porque ella realmente no esperaba tener que hablar con un hijo, no esperaba ponerse triste por algo en la vida, tener un motivo real de sufrimiento y sacrificio. Lo que hacen todas las mujeres, el sueño de todas, aquello a lo que las niñas aspiran con un suspiro ensoñador, ahora lo tenía y sólo le provocaba un ligero dolor de estómago, un gesto de sorpresa y la eterna e incansable reflexión.

Llegó a casa tras subir en un ascensor que era una especie de lugar de instropección y ahogo, en el que vio pasar toda su vida en una ráfaga pesadillesca, donde la infancia, la adolescencia y los primeros años de preciosa juventud se esfumaban para dejarla en este piso, rodeada de ese reflejo tosco donde veía sus ojeras nacientes, y adivinaba su futura panza posando de perfil. Lanzó las llaves en algún lugar y se tiró mirando al techo para recordar. no se exceda en carbohidratos, no fume, supuso que no aclaró lo de las drogas porque debía estar más que claro. La cara ilusionada del médico, como si él fuera el padre, las veces que habrá repetido esas frases con todo tipo de mujeres, las que venían intentando tener hijos hacía años, las que lo programaron matemáticamente como a todas las cosas de la vida, las que habían sido violadas y que habían empezado a creer en dios para que no hubiera un ser viviente en su vientre, las adolescentes que creyeron estar jugando en alguna noche mareada, y ella, que no sabía dónde calificarse, pero igual a todas las demás. Quiso abrazarlas y compartir su tristeza, pero nadie podría entenderla. Otro cigarrillo era mejor, pensó tras una sonrisa falsa a pesar de estar sola, fumó como en esos momentos de ansiedad extrema, pitadas largas, aspirando con fuerza el humo, pequeñas dosis de placer eran suficientes.

Alguien debía ser el padre. Preguntarse eso en ese momento era, por cierto, bastante absurdo. Le parecía una idea lejana, poco importante. podía ser, ciertamente, cualquiera. O nadie. Y si nadie es el padre, se pregunta. Olvida ese absurdo instante. de repente, piensa en un bebé. No lo había hecho hasta ahora. Biológicamente, un niño es de dos personas. pero ella era una sola. Y tenía una botella rota en la mano, cerca del vientre.

Lleve una vida sana, no tome pastillas, no fume. Encendió un cigarrillo irreal, mientras la sangre irreal le cubría las manos. Dos golpes secos en el hombro parecieron volverla a la tierra. Sonrisa otra vez.


 *Paula Fernandez Vega, poeta y escritora, estudiante en Letras, Mar del Plata
                                                                                                                                       http://divaguesdiarios.blogspot.com
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