sábado, 2 de octubre de 2010

Las tres menos veinte

El hombre se despierta de golpe, no por el despertador sino por esa lanza impiadosa que cae sobre su pensamiento y le golpea el pecho. Está acostumbrado a despertar así, como si alguien le disparara con un arma, como si alguien le clavara una espada. Ya sabe, viene la taquicardia y al siguiente segundo ya se dio cuenta, se despertó. El problema es que son las dos de la mañana y la noche se anuncia espesa y lentísima, como suele sucederle. Decide volver a dormirse, respira profundo e intenta no moverse, un poco para atraer al sueño, un poco para espantar a los espíritus malignos de su pensar, un poco para no despertar a la mujer que duerme a su lado. Allí, el inevitable laberinto comienza su carrera: el trabajo, el jefe complicado, el compañero malintencionado, el amigo, el pago de los últimos impuestos, el del crédito que tanto costó conseguir, las interminables quejas de su mujer, las interminables quejas de su amante, interminables preocupaciones obturando las vías del sueño.
Apenas pasaron nueve minutos.
Ya comenzó a transpirar, a sentir el corazón queriendo salirse como si pudiera elegir latir afuera. ¡Mierda! Como si este desgraciado tuviera vida propia. Respira otra vez como indican los médicos que hay que hacerlo cuando viene el pánico.
Inspiro, exhalo, inspiro, exhalo. Tic tac tic tac tic tac.
Un ladrido lejano. Aunque en la noche hasta el ladrido más lejano se oye tan cerca, amplificando las vibraciones, aturdiendo en las mandíbulas salivantes. Ese perro me tiene harto, si no se calla me levanto y lo ahorco con mis propias manos.
Tic tac tic tac tic tac. Cierto, la respiración.
Se da vuelta pesadamente, su cuerpo es ágil y movedizo pero ya se sabe, en la noche todo pesa más. Al girar registra el dolor en la nuca, punzante y sencillo como un par de agujas de tejer introduciéndose en la base de su cabeza. El quejido es leve y corto. Ya bastante con los ladridos y ese maldito reloj. Los minutos del sucio silencio nocturno se desagajan sin apuro, mojan la respiración profunda de la que duerme, salpican el aire entrecortado del insomne.
La mira y no la ve, es hermética la oscuridad de la habitación. Siente el calor tibio de su brazo que casi lo toca, y lo rozan las puntas de su largo cabello.
También la escucha. Aletargada la entrada y la salida del aire, que ahora parece engrosarse y elevarse hacia el techo del cuarto, y envuelven sus sienes afiebradas. Si pudiera dormir así. Una uña de la mujer se desliza molestándolo en uno de sus muslos, se mueve dormida y ajena.
Tic tac tic tac tic tac.
La nuca arremete, doliente, y siente que ya no puede mover más el cuello, es tan hondo el dolor que prefiere quedarse inmóvil y volver a respirar, a pesar del ahogo que de a poco se va adueñando de su garganta.
Ruido de pasos en el piso superior, llaves, puerta, muebles, risas inoportunas y música de esa que tanto le desagrada. La mujer se da vuelta, su respiración ha crecido monstruosamente, ahora lo abraza y entrecruza sus piernas con las de él. El hombre intenta correrse hacia su lado de la cama, pero esos filos en la nuca como ojos que le disparan, lo dejan quieto. Se mezcla el tic tac con los gemidos y las risas que se multiplican arriba, y los ladridos avanzan sobre la calle, hacia las ventanas, dentro de los oídos, directo hacia el pecho del hombre.
No quiere abrir los ojos, aunque la oscuridad sigue intacta.
Las uñas de la mujer comienzan a clavarse en su espalda, como heridas hechas al descuido, como pinches que azarosos buscan el interior de la carne.
El grito se ahoga.
La música crece como la voz de la Josephine de Kafka.
De nuevo el corazón late, salta, patea hacia fuera, rompe las arterias, cruza los músculos, esquiva los huesos, raja la piel, asoma desesperado.
Abre un ojo. Se sacude. Resopla.
Tic tac tic tac tic tac.
Son apenas las tres menos veinte.  

               

Carolina Bugnone.

2 comentarios:

  1. Desde las dos de la mañana
    una hora y veinte
    me han parecido cinco segundos de nada
    antes de detenerme
    en ese punto que termina.
    Si parece largo terminó pronto, Carolina.
    La longitud no depende de cuántas letras escribas
    sino del tiempo que mi cerebro me quita
    mientras leo lo escrito
    sin decirme "es tarde, amigo".

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  2. gracias Lisardo! pormenorizadas lecturas las suyas, poeta!

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