martes, 5 de octubre de 2010

Salvavidas

A J. P.

Repasa las pestañas con el rímel que le costó la cuarta parte de su sueldo, y otra vez va a tener que pedir un préstamo a algún amigo para llegar con el alquiler. Repasa y repasa, se mira mil millones de veces en el espejo, y retoca el delineado. Y se perfuma toda, evitando que quede algún rincón sin ese olor a mujer deseada-deseante-vainilla, sobre la piel humectada con una crema especialmente diseñada para destellar mínimos brillos y encanto. Así, la preparación le lleva mucho más de hora y media, porque además hasta que esté conforme con lo que le devuelve el espejo, pasarán largas miradas y retoques y enojos y cambios de ropa.
Las últimas salidas la han dejado agotada de tanto hueco. Siempre al principio, el encuentro con el hombre del que se trate esa vez, suele ser mágico y reparador del alma ennegrecida. Viene la lenta seducción y el encuentro, el deleite y el dejarse ser en el cuerpo de él, las risas y las palabras filosas y hechiceras. Y luego, también siempre lo mismo, el vacío o el déficit de la presencia de ese hombre, sus excusas, su desaparición, su poco interés o su interés orientado exclusivamente al placer. Y un agujero remite al otro- esa maldita costumbre que tienen los huecos de encadenarse-, y termina maldiciendo a su madre y a la puta vida que le dejó y a todos sus malos deseos sobre ella y tentada por los psicofármacos que la esperan en la caja dentro del placard.
Y esa bella mujer atrapada detrás de tanto maquillaje y tan hermosos vestidos y tanto perfume, se acomoda en la cama como desecho, como basura recién tirada a la vereda, y huele a podrido. Y putea y llora sin terminar de ubicarse en el mundo, ya que a más belleza, más odio.
Mira hacia un costado, esa noche, habla con su amiga pero sabe que ese hombre la está viendo desde hace rato. Enciende el juego que conoce, pestañea lenta, sonríe, juguetea con su anillo. Pestañea de nuevo. Se hace la misteriosa, lo cautiva. Hace un tiempo evita los psicofámacos, y está un poco más sobria. Se mueve como ella sabe, serpenteando atractiva y sonriendo lo necesario. Lo mira. Y él a ella. Él le habla y conversan sobre la banalidad de la vida.
Y la banalidad de la vida la sigue, ahí, encima de los dedos y los cosméticos.
Y esa noche, por fin y por suerte, le gana.

Carolina Bugnone.

No hay comentarios:

Publicar un comentario