martes, 5 de octubre de 2010

Deja vu

Abrió un ojo con dificultad, sólo los primeros seis segundos, ya en el número siete abrió los dos y se incorporó sin encender la luz del velador, a la que detestaba. Se sentó en la cama, ciertamente aturdido por el sueño que lo había puesto en ese lugar en que los sueños nos ponen: en otro. Otra vez había soñado con ella.
Pero vio a su lado a su mujer, despeinada, joven, fresca. Así parecía mientras dormía. Solía ser tan linda a sus ojos, solía amarla tanto, aún no se decidía acerca de si había dejado de hacerlo o no. Los rastros de la noche apasionada se dejaban ver entre las sábanas y el olor en la piel. Ella se esmeraba, intentaba reencontrarlo allí, en los placeres de la cama. Él extrañaba los tiempos de amarse felices, y extrañaba que lo quisieran y lo cuidaran como creía merecerlo. Como aún no sabía que lo merecía.
Excelente padre, decían todos. Excelente hombre de negocios, exitoso y salido apenas un poquito de los márgenes de lo legal. Excelente hombre, codiciado tal vez más de lo que él mismo creía, y menos de lo que suponía su mujer. Reina de los celos, y de las lanzas que cortan la carne sin piedad. Celos proyectivos, como dicen los psicólogos.
Alma de castigado, alma de exitoso, rara mezcla que lo sepultaba a veces en el hondo pesar de no encontrarse a sí mismo. Del éxito al maltrato en diez minutos. Y a la inversa, en otro diez. Balanza sin equilibrio alguno, siempre yendo de un lado al otro sin remedio.
Pero, dicen que menos la muerte todo tiene remedio. Y así fue que apareció ella. Esa otra, salida de un cuento. Completamente desilusionada, y también en flor. Hermosa para sus ojos abrumados, y aunque no tan joven, brillante con luz propia. Eso se decía él cada vez que la veía. Y no se resistió al encanto de esa mujer entre misteriosa y banal, entre mágica y común. Sólo que las cuentas no le cerraban esta vez. La del cuento y la de su lecho. Y en el medio, él con sus desbalances de sufrimiento escondido.

La mujer en el lecho, se dio vuelta entredormida y advirtió a su hombre junto a ella, le rodeó un brazo al cuello y respiró. Tanto vaivén en sus vidas, tanto dolor hiriendo hacia afuera y hacia adentro, se hacía difícil de soportar. Su cabeza navegaba entre pasiones a veces desatadas, entre padecer de niña malquerida y cierto desenfreno de venganza con la persona equivocada. Ese hombre, amado, resultaba ser el blanco de sus filos fuera de foco. Sólo que ella lo supo tarde, tardísimo. Para cuando quiso remediarlo (porque también creía que todo tiene remedio), él ya había antepuesto su cansancio, y además miraba unos kilómetros más lejos, desde donde la otra lo veía con ojos de chispas blancas y sonrisa de mujer que vuela. Para cuando quiso remediarlo (porque creía que si ella quería, lo lograría como fuera), él ya se movía entre la incredulidad, el dolor y la culpa. Trío lo suficientemente infalible como para aturdir a cualquiera.
La mujer del lecho se quedó quieta, por primera vez, y miró en la oscuridad. A pesar del dolor,  nada la iba a detener.


La otra mujer se levantó tarde, ya que el peso de su cuerpo dormido no la dejaba espiar la vigilia. Como siempre, el primer pensamiento fue ese hombre, erróneo para sus planes de organización amoroso – geográfico – familiar. Una verdadera catástrofe. Planes y planes al tacho de basura, pensaba con pensamientos pegajosos y epileptoides por el sueño en sus ojos hinchados. Logró despegarse de la cama, y como era domingo y estaba sola, se levantó con pesadez y lenta. Preparó su café con leche, y se sentó a aclarar los pensamientos.
Imposible. Desechó esa posibilidad. Puso Keane, cerró los ojos, respiró el aire frío y dejó que la conmoviera. Música inglesa, una de sus preferidas. Ventanas abiertas, sol de invierno, silencio de domingo en la calle. Los latidos se escuchaban, ella los escuchaba, los hubieran escuchado desde la esquina. Si había algo que se destacaba en ella, eran esos latidos enormes y ruidosos al galope atrevido… ese hombre los hacía andar sin rienda.
Cada tanto, le ponía riendas improvisadas, pero nunca eran efectivas.
La lágrima caminó despacito por la mejilla, y cayó entre sus labios. Esperó al sonido del celular, el mensaje, a lo que fuere que viniera de él, y vio pasar la mañana.
Él, en otro lado, no se resignaba a perderla.
Así fue como tomó el riesgo (él que sabía de riesgos por su amplia experiencia en negocios). Lo tomó, una mañana de viento helado.
“Hermosa, te quiero, te quiero mucho, ¿sabés?”, le dijo al teléfono, como si tuviera dieciséis.


Carolina Bugnone.

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