domingo, 16 de enero de 2011

EL POST DE LOS LUNES: Yo también fui turista

                             Para Marta, Enrique, Flor y Ana

Cuando era una nena, y después una adolescente, el primer signo de que nos acercábamos  a la ciudad del mar y los paseos era el viento con olor a sal que entraba por las ventanillas abiertas. Recuerdo con un placer tan limpio y diáfano ese olor. Cansados por las horas de viaje, las tres hermanas alternando entre pelearnos, hacernos cosquillas y cantar, hablábamos de eso, del olor del aire. Qué absoluto placer. Además, el otro placer, el de la temperatura ya unos cuantos grados más abajo que el agotador sol entrerriano del que veníamos.

(Nota: cantábamos fuerte y desafinábamos a propósito, recreábamos canciones del coro de Omar, al que asistíamos las tres, pero hacíamos versiones que sólo a nosotras nos hacían reír, inolvidable “La Neve”. Nuestros pobres padres tenían los tímpanos inflamados y dejaban de reírse a los dos minutos de nuestro recital. Nosotras nos descostillábamos).

No puedo olvidar ese aire de sal. Y no hablo del olor a puerto que dos por tres inunda la ciudad y que las fosas nasales ya ni huelen, por la normal adaptación de los seres vivos a su hábitat, dicen los biólogos. Hablo de la sal en la humedad del ambiente, que no sólo olíamos sino que sentíamos en la piel, en el pelo, en la boca. En mi recuerdo, hasta notábamos las manos pegajosas y nos lamíamos los dedos para comprobar que se trataba de la atmósfera indudable del lugar.
Casi siempre parábamos en Santa Clara del Mar, nos encantaba. Había que ir a la playa todos los días, porque no importaba cómo estaba el clima sino que habíamos viajado muchos kilómetros y veníamos por unos días y si hay viento o llovizna a bancársela que para algo vinimos. Y hay que mirar el mar, decía papá, hay que mirarlo mucho que no saben si lo van a volver a ver.

(¡Ja! No sospechábamos ni remotamente que iba a ser el lugar para mi vida, siglos después).

Detrás de la sombrilla puesta bajita y contra el viento, masticábamos arena varias horas y éramos felices. A veces las olas nos revolcaban, y sitúo allí el origen de mi desagrado por el juego marino. Habrá gente a la que le divierte mucho, pero desde el vamos, para mí, el ahogo entre las olas marinas y su movimiento hecho de imprevistos y fuerza exagerada, era poco feliz.
Yo venía del río Uruguay, caliente como sopa recién sacada del fuego y quieto como espejo perezoso. Ahí sí jugábamos a ser peces horas y horas en el agua. El mar era otra cosa. Nos metíamos, por supuesto, porque qué era eso de viajar setecientos cincuenta kilómetros y no meterse al agua. Hasta barrenábamos con esas tablitas de telgopor típicas para niños. En fin.
A la noche salíamos y conservo con auténtica alegría las huellas del recorrido por la peatonal, la rambla, los cines, la casa de Emma.
Cuando me llegó la pubertad empecé a recibir entradas para boliches e invitaciones a salidas nocturnas por amables y cancheros muchachos en la playa. Obviamente nunca asistí a ninguna de esas salidas. Mis padres no me hubieran dejado y yo no me hubiera atrevido.
Yo venía de Búffalo y de Mon Cherie, boliches de mi pequeña ciudad a los que conocía como se conoce a la gente del barrio. Los boliches de Mar del Plata encerraban misterio, lo desconocido y adolescentes bonitos y demasiado cancheros para lo que toleraba mi entrerriana timidez adolescente.
De todos modos, recuerdo cómo me gustaba usar minifaldas. La tipa no bailaba, no daba bola a nadie, pero mostraba las piernitas contorneadas y se pintaba la boca de un modo en que jamás lo volvió a hacer. Sí, me delineaba los labios (que quedaban de un tamaño descomunal, por cierto) y me movía con tímida seducción meneando mis piernas al descubierto y el pelo larguísimo. Y pánico a que cualquier chico se me acercara.
Qué graciosa es la adolescencia vista desde afuera, desde adentro pero fuera del tiempo.

No puedo más que sonreír cuando me abraza la memoria de mi vida como turista aquí. Y cuando mis conciudadanos se quejan (¡cómo se quejan los marplatenses!) de la invasión turística.
No puedo más que sonreír cuando me cruzo con las familias de turistas que caminan hacia la playa o por el centro con ese gesto de disfrute y asombro como si estuvieran en Hollywood o en el Caribe.
No puedo más que sonreír, ahora que ya me acostumbré y no me asombra ningún olor y ningún sabor a sal en el aire, y el frío se me volvió parte de la vida, y voy a la playa si está lindo y sino no, y me meto al mar si tengo ganas y sino no.


Fotografía . Concepción del Uruguay,  Entre Ríos.
                                                                              

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