viernes, 12 de noviembre de 2010

Flute


 
Primero es abrir el estuche, el sonido del metal destrabándose y enseguida la luz de la alpaca larga y en tres. Tomar las piezas- el camino de memoria, veinticinco años (ay por dios, dije veinticinco)- uniéndose siempre igual, cabeza adelante, cuerpo al medio, cola al final, alineando embocadura con primera llave, en fin. Primera impresión: metal frío. Luego, metal adquiriendo temperatura por los dedos con mucha sangre que anda por dentro.
Pero antes –antes- es apoyar los labios. No “ponerlos”, no “estirarlos”, no, no, apoyarlos. Dejarlos descansar en leve tensión, disfrutar ese hueco, ese refugio para la boca, esa otra boca.
Que recibe mi aire, el aire desde bien abajo, desde las tripas diría, desde los latidos infernales imparables que vienen conectados con la cabeza, pasando por los vasos sanguíneos, los dolores y los amores, todo junto.
Desde allí el viento se desliza entre mis labios –sugiero pasar por esa sensación, viento a través de los labios- y se afila en la otra boca, y no sé qué misterio se produce ahí, que suena.
Y es a la vez ese canto con la sensación en la yema de los dedos, presionando cada vez, levantándose y de nuevo apretando.
Recomiendo también eso: combinar sensación de presionar con las yemas de los dedos, y simultáneamente la boca que encuentra la otra boca con viento.
Ahí, justo ahí, entre lo que entra y lo que sale, entre ese aire que se revuelve desde abajo, se escapa sabroso por la boca, se encuentra con el metal y nace, y los dedos que se imprimen y se mueven…
…justo ahí, estoy yo.


Fotografía: yo, mi flauta

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