domingo, 3 de abril de 2011

EL POST DE LOS LUNES: La hora del espanto *


Germán sale del trabajo más tarde de lo habitual. El dueño del locutorio le dijo que a partir de hoy el negocio abre hasta las doce, y que él es el encargado de cerrarlo.
Es miércoles y agosto, hace un frío especialista en demoler huesos. Y como está a cinco cuadras de la costa, desde el mar arrecia un viento potente y desconsiderado, negro como la noche. 
Germán se emponcha, cierra la caja, deja todo en orden, tantea los cigarrillos en el bolsillo derecho de la campera y no los saca, el celular en el izquierdo, pone la llave en la cerradura, le da dos vueltas, se calza la mochila y sale.
Camina rápido, la calle está demasiado oscura y la piel de la nuca se le eriza bajo la mano gélida del aire, que lo besa sin detenerse a respirar. Así va, con la lengua del frío sobre el cuello.
Suena el celular: mensaje de texto vacío de número desconocido. Levanta los hombros porque no sabe de quién es y porque tampoco le importa, y deja de resistirse al pucho, saca uno, se detiene para prenderlo. Hay tanto viento que lastima, le cuesta mantener encendida esa pequeña fogata entre su dedo gordo y el índice, se apaga, se prende y se vuelva a apagar. Germán se arrima a la pared de un negocio de ropa para viejos (boinas grises, pantuflas grises, camperas grises, como si ese fuera el color que les toca aceptar con cruel resignación). Acerca cada vez más su cara -con el cigarro entre los labios morados- al encendedor verde que le regaló Mariana.
Acurrucado en la vidriera gris, hecho un bollo para frenar la ráfaga, logra como en un acto de magia de Copperfield en su época dorada, encenderlo. 
La bocanada lo impulsa a seguir el paso, cada vez más lento y más pesado.
Empezó a bajar una niebla blanca y densa, la escena parece salida de un film clase B de la peor calaña.
No pierde el humor y enseguida se acuerda de las pelìculas que veía cuando era chico, contra todas las advertencias de sus padres: "La casa cercana al cementerio", todas las "Martes 13", las "Pesadilla", "El resplandor". Cuando vio "La hora del espanto" al menos se rió con Juan Cruz y Mariano, metidos los tres en la habitación de su casa, a oscuras, con la videocasetera nueva, temblando de risa y de miedo juntos. Calaveras ridículas y colmillos de plástico, ensangrentados con algo apenas menos culinario que salsa de tomate.
Si la vuelve a ver ahora se muere de risa, cómo podía asustarlo semejante truchada, piensa. Tenía todos los clichés, primero los besos desenfrenados de la parejita de rigor, se venía el sexo, se venía el sexo, se venía el sexo y pumba: aparecía un vampiro de la nada. O peor, la bella señorita abría sus ojos desencajados y le asomaban -también de la nada- unos enormes colmillos, malignos y filosos. Las escenas eróticas siempre se quebraban con la aparición completamente desubicada de estos individuos sedientos de sangre o hambrientos de cerebros humanos.
Germán avanza, ya no ve casi nada, todo está blanco y húmedo, extiende los brazos hacia adelante, se choca con un poste de luz, después con un auto estacionado. Se cae, se tuerce el tobillo derecho, putea, se le cae el cigarrillo, lo pierde. Le duele, está congelándose, sentado en la calle con la rueda delantera del coche pegada al pie herido. Ahí se da cuenta de que también se le cayó el celular, tantea casi ciego por el espesor de la niebla, roza unas basuras desparramadas, se moja la mano con un objeto blando y se corta con una lata o un pedazo de vidrio. Vuelve a putear, ahora le duele el tobillo, la mano y el viento frío le hace doler los oídos.
Vuelve a buscar el celular y antes de darlo por perdido, el auto estacionado ruge inesperadamente, arranca y le aplasta la pierna.
Germán grita, lanza la voz y se le despedaza la garganta en un chillido sangrante y desesperado. El aire empieza a acabarse, se le termina, se le secan los pulmones, se le atrasa el corazón, se le demora la sangre, se le ablandan los músculos, se le aflojan los esfínteres, se le cierran los ojos y se le abre la boca.

Hasta que de golpe vuelve a respirar, la niebla se disipa y su pie recobra el perfecto estado, en el instante en que la enfermera reactiva el goteo en la sonda obstruida durante unos segundos. En la sala de terapia intensiva, donde yace en coma después de que un auto lo chocara al salir del trabajo, sin signos de actividad cerebral desde hace seis meses según decretaron los médicos.




*en honor al film "La hora del espanto" (Fright Night), un clásico del cine de terror de los 80s, dirigida por Tom Holland.

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