jueves, 10 de febrero de 2011

Mírame bien, de Gustavo E. Orpinela

Henri Cartier Bresson

Este tiempo de espera podría reventar mi reloj. Los segundos se acumulan con obstinación en la puerta de la habitación donde ahora me encuentro detenido. Parece que no terminas de bajar nunca del carro. Se te ha olvidado algo. Desde el quicio de la puerta te observo con una vehemencia que se ha apoderado de mi respiración: tu cuerpo decide uno a uno sus movimientos como si habitara en un universo en el que yo no tengo reservado ni siquiera uno solo de sus más olvidados rincones. Me sorprende pensar en eso. Me ruboriza percatarme de que me duele lo obvio: son tus gestos, tus palabras, tus silencios, tus gustos, tu mirada, toda tú, un territorio al que no me es lícito entrar, pero no porque tu voluntad no me lo permita, sino porque estos seres que los humanos somos, terminamos en la epidermis, llegamos hasta el límite donde se encuentra esta envoltura que llamamos piel: esa misma que posee el secreto y ominoso poder de marchitar un cuerpo. Pues bien, me he topado con esta pared, y por un instante me ha invadido una vergonzosa sensación de horror. Pero es sólo, afortunadamente, un instante. He dicho que tus movimientos se suceden unos a otros con una independencia irreverente, con una soberbia de la que tu cuerpo, sin embargo, no posee la menor noticia. Es necesario decir más: desde acá parece diluirse el color del interior del cuadro en que se convierte el carro que te contiene todavía: eres, de pronto, una actriz del poco buen cine mexicano que, en blanco y negro, todavía se hacía en los sesentas. Pareces tan lejana y, de golpe, pienso que, sin embargo, estoy a punto de tenerte tan lascivamente cerca.
            Casi me decido a ir por ti, pero antes de que dé el primer paso, sales del auto, como si estuvieras jugando con mis irrefrenables ansias de ti, como esos niños pequeños que ante el enfado definitivo de sus padres terminan por realizar de inmediato lo que tanto se les había pedido y tanto se habían resistido a hacer, felices de estar absolutamente a salvo en medio del huracán colérico que gobierna a sus padres. Pero tú no tienes idea de nada de esto que yo, estúpidamente, te atribuyo. No me estás haciendo esperar, deliberadamente, más de la cuenta. ¿O sí? No creo que tenga ningún sentido detenerme a alimentar esa posibilidad cuando, por fin, estás cerrando el carro. La minifalda que llevas puesta está hermosa. No. La minifalda no. Intentaré expresarlo con mayor precisión: la minifalda que traes, hace que tus, ya de por sí, hermosas piernas se ofrezcan a la vista con un plus de belleza y atractivo carnal bastante considerables. Iba a decir que se enciende la llama de mi deseo, sin embargo, prefiero ensayar otras frases que quizá no sean tan exactas, aunque sí menos ramplonas; además, ¿no es acaso la búsqueda incansable en el lenguaje lo que puede llegar a producir un efecto de exactitud que, por lo demás, en el fondo es siempre ficticio? Así, prefiero entonces aventurarme con una combinación de palabras que logren una conexión afortunada entre sí, o, mejor, menos ambicioso: que me digan algo a mí, aunque a los otros les suenen probablemente absurdas: viéndote venir, mi piel despierta de su letargo para hacer fluir lentamente en mis venas una incipiente dosis, apenas, pero suficiente, de la promesa de tu voz transpirando en mi oído. Y luego, tus nalgas. A veces pienso que todo mi deseo ha sido vaciado en ellas, ¿sabes cuánta mirada mía está acumulada ahí? No tengo tiempo para imaginar una posible respuesta de tu parte: tus labios se han estrellado en los míos, justo en este instante, con una furia que te desborda y que casi me asusta. Por algunos segundos, tu boca me resulta tan ajena como una ciudad distante y siniestramente desconocida, en cuyo interior no tuviera otra salida que quedarme para siempre a vivir. Cierras los ojos, perdida en tu papel, sumergida en un bosque oscuro en el que las hadas se han confabulado para dejarte correr con una libertad absoluta que no puede existir. Lo sé porque cuando me besas, yo no cierro mis ojos, atento a los gestos que te dibuja en el rostro esta pasión desbocada, registrando, con un morbo del que me sorprende no sentir el menor pudor, cada uno de los movimientos a los que te empuja este deseo infernal. Mis manos me han ayudado a alejarme de esa ciudad desconocida y, súbitamente, me eres obscenamente familiar: tu cintura me obliga a someterte desde la fragilidad que te denuncia, tus pechos me gritan que los libere, tus manos han convertido mi piel en su refugio largamente anhelado y tu pelo se quema en la brasa delirante que soy.
            El espejo de mal gusto que engalana una alcoba que evoca un sinfín de pasiones perdidas, nos convierte en los protagonistas de un encuentro furtivo: en él puedo ver cómo mis dedos han recorrido la distancia que va de tu cintura a la parte final de tu breve falda para levantarla con una velocidad que me permite observar con una gratísima sorpresa cómo es que no llevas ropa interior. Pienso, adrede, en estos términos: o sea que antes de venirte para acá, te quitaste los calzones. La palabra calzones se confunde en mi pensamiento con pantaletas, pero me inclino por articular en silencio la primera, quizá porque, en su vulgaridad, incrementa mi excitación. ¿Excitación? ¡Qué palabra! Prefiero algo así como ardor.
            Todo se ha dispuesto de tal manera que apenas puedo tomar consciencia de cómo estoy siendo arrastrado por lo que acontece en y con nuestros cuerpos: te beso, te beso con una vehemencia que no cabe en mis sentidos, acaricio tus nalgas perfectas, las aprieto, las pellizco, y, mientras, te sigo besando: ahora en el cuello, en las orejas, de nuevo en el cuello, en el pecho, te saco de encima la blusa con violencia: quiero que no te quede ninguna duda de que esto no es amor: es puro mar amargo que me estalla en las venas, en el pecho, en mi miembro que tocas como desesperada, que besas, que lames, que bien podría servirte para arrullarte y quedarte sosegadamente dormida, pero que ahora se ha convertido en tu golosina predilecta a la que cualquiera diría que eres adicta. Yo te levanto del suelo, en donde has hecho tu culto, para terminar de subirte la falda, aventarte sin ninguna delicadeza a la cama, abrirte con estrépito las piernas y -haciendo una pausa casi imperceptible, pero inolvidable, para observar con mis ojos embriagados de ti, la ausencia bendita de cabello en tu sexo infalible- penetrarte con una intensidad de maremoto, de temblor que devasta, que destruye el universo y lo vuelve a edificar por completo. Mis embestidas han terminado con el sitio que mi cuerpo le había puesto al tuyo: tu piel está siendo vulnerada, profanada, mancillada, macerada, por mi sed infinita de ti. No soy ese que tú crees: soy el que te está metiendo la verga hasta tocar el fondo de tu mirada inasible. Soy el que te muerde salvajemente los pezones, el que escucha tus gemidos punzantes de mujer en celo, el que acelera sus embestidas cuando tú le exiges, le imploras, le suplicas que te dé más, y más fuerte, el que cae a tu lado en mil pedazos, como una lluvia ácida, como un jarro que se quiebra con estridencia escandalosa, mientras tu cuerpo padece los estertores que dan la impresión de no querer o no poder terminar, por haber llegado en un par de ocasiones a la cúspide del aturdimiento carnal.
            El celular, con su insistencia, te saca del hogar que te había construido en mi mirada: te incorporas con una prisa que me hace odiarte en secreto, te bañas, te enfundas nuevamente en la ropa que traías, aunque esta vez con el añadido de una pantaleta que extraes de tu bolsa de mano. Recoges mis trapos del campo de batalla y me los lanzas sin ningún miramiento a la cara. Por primera vez escucho tu voz: levántate y cámbiate rápido, los niños ya salieron de su posada en el kínder: parece que ya se fueron todos y que son los únicos que están ahí. Cuándo vendremos de nuevo, te pregunto, pero la voz que me responde ya se ha ido desde hace un buen rato de ahí: suena a cocina, a supermercado, a domingos por la tarde con los niños, nuestros niños, en el parque y el jardín.

Gustavo E. Orpinela
Psicoanalista y docente en Letras, Culiacán, Sinaola, México.

             
             
           

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