domingo, 4 de septiembre de 2011

LUNES: Un tipo con suerte*

                                                                                                               
*Basado en hechos reales; su protagonista es un amigo virtual a quien dedico este cuento. Por su pedido, mantengo en reserva  su identidad.


Federico es, básicamente, un tipo con suerte. Trabaja en una empresa de limpieza de alfombras, la más grande de la zona, y hace poco lo ascendieron a encargado, con un pequeño aumento de sueldo y la misma cantidad de horas de trabajo. Un golazo. Ya no tiene que salir en la camioneta con los aparatos que succionan el agua verduzca y olorosa de las alfombras cuando una gotera o un accidente doméstico comete el desastre.
Tampoco es que le disguste tanto. A fin de cuentas tiene su parte interesante no quedarse todo el día en una oficina; incluso a veces se liga un mate o un café de alguna ama de casa piadosa. Federico es de los que se acomodan a la vida como quien piensa que su pie se adaptará a la horma del zapato y no al revés. Por eso tiene suerte, porque encara las cosas con una disposición increíblemente positiva. El nuevo puesto en la empresa lo pone en un lugar de ganador al que, a decir verdad, no está muy acostumbrado.
Hace un año que anda solo, sin pareja. Dejó a Laura cuando Julieta se cruzó en su camino. Y aunque después no prosperó, parecía que el asunto con Laura no iba a durar demasiado.
 Su departamento en Flores es como el de cualquier soltero: desordenado, los platos sucios acumulados en la cocina, las sábanas sin cambiar por largos días, los toallones húmedos en el baño, la heladera con casi nada salvo cerveza. Y puchos.
Cada tanto sale con los amigos, aunque se siente más cómodo en internet. Hace un año, la mayor parte de su vida social pasa por ahí, va de una red social a otra, chatea, comenta, intercambia. Como en la vida, encontró de todo, y un aire mágico y encantador en esto de no verse las caras, decir con libertad, leer barbaridades, escuchar con los ojos, suponer, inventar y completar con la imaginación la parte que falta al contacto directo con los otros. Es fascinante, piensa; además se hace el galán o el canchero o el copado y los demás se lo creen. O no, no le importa demasiado. Él se lo cree y está chocho.
Así un día aparece ella. Claudia es tímida, al menos eso le dice, por eso no muestra sus fotos en internet. Sin embargo, cuando empiezan a chatear, Federico encuentra a una mujer hermosa, atractiva, y aún más importante, interesada en él. Se presenta como una chica más bien sufrida, tiene dos pequeñas hijas, se separó hace un año y medio, su mamá la ayuda un poco con la crianza. Trabaja en una mueblería y parece de esas minas que se la bancan.
Él la lee con creciente interés, resulta que ambos son fanáticos del rock nacional y pasan horas compartiendo música y hablando sobre eso. Ella pregunta poco, sabe hasta dónde indagar, no quiere excederse, tiene  claro que eso asusta a los hombres. Y quiere encontrar alguno a su medida, o a una medida aproximada, o algo.
Mientras él mantiene el antiguo anhelo de reconstruir su vida amorosa, tener a su lado a una mina copada, simpática, agradable, ella en realidad necesita desesperadamente volver a tener sexo.
No es que a él no le interese el tema, pero como es un tipo con suerte, no ha tenido mayores dificultades con eso. Ella sí.
La cosa es que el chat va subiendo de tono, progresivamente, porque el deseo es algo muy extraño y poderoso, al que no le interesa en lo más mínimo por qué vía se desenvuelve. En la pantalla las palabras empiezan a tocar el cuerpo, Claudia esboza detalles sobre cómo está vestida, qué le gusta de un hombre, cómo prefiere los besos; y desde allí a qué ropa interior tiene puesta, cuánto le gustaría que él se la sacara, cómo se la quita ella misma mientras chatea con él. Federico disfruta cada palabra y cada puntada de deseo. Le gusta el jueguito, que se extiende algunas semanas, pero todo tiene un límite, y ese día le dice directamente Claudia te quiero ver.
No le hace falta explicar ni insistir ya que ella misma había preparado el terreno, como bien saben hacer las mujeres: arman las situaciones pero hacen que ellos las enuncien, y que se sientan unos super atractivos encaradores, cuando en realidad todos sabemos que las que eligen, deciden y concretan son ellas.
O sea que cuando él le dice Claudia te quiero ver la respuesta está cantada, no suena como un pedido sino como la culminación obvia y esperada de un tránsito de deseo que exige pasar a otra cosa.
Y quedaron en la puerta del bingo de Belgrano a las once de la noche.
Federico puntual, nervioso, con el nivel de adrenalina al límite de lo tolerable para cualquier sistema nervioso central, la espera. No la conoce así que cada vez que una mujer pasa caminando por la vereda, mira fijamente: la cara, la cintura, los pechos, la expresión, la mirada, el pelo. Nunca fue tan conciente de la diversidad estética femenina como esa noche, en la puerta del bingo.
Son inagotables, piensa: chicas petisitas de pelo enrulado y mucho perfume; clásicas, más bien formales, peluquería, ojos claros; altas y escuálidas, palidez y aburrimiento en la mirada; pasadas de kilos y ropa demasiado ajustada, colorinches y risueñas; y cada tanto, por algún designio desconocido o un cruce genético excepcional, alguna de esas para las cuales la calificación de “perfectas” parece poco.
Pasan los minutos y empieza a transpirar mientras las chicas caminan indiferentes frente a su cara y al humo del cigarrillo. Se tomó una cerveza antes de salir.
Hasta que Claudia se acerca, lo detecta a media cuadra del bingo, se detiene y después avanza lento sin quitarle la mirada.
Cuando Federico recibe el sablazo en los ojos, piensa Ay no.
Ay. No. No, no, no.
No.
Es la mujer más fea que jamás haya creído que podía existir en todo el territorio de Flores, qué digo Flores, de la Capital entera. Tiene el pelo dudosamente teñido, un peinado poco amable y aunque sonríe (sonríe de los nervios), nada mejora su aspecto. Esa sonrisa mete miedo, piensa, y de golpe la adrenalina se multiplica en infinidad de mililitros corriendo enloquecida en la sangre del pobre hombre y confundiendo con intensidad a las neuronas.
Esas células cerebrales que en un segundo destruyen la imagen del personaje que Federico había construido en su cabeza todo ese tiempo de una mujer encantadora y no digo bellísima, pero al menos dentro de los cánones de lo común, de lo esperable, lo normal, una mina “más o menos” que con su onda, simpatía e intereses compensara. Pero no. No hay forma de compensar, se dice.
Como no es mal tipo, le devuelve la mejor sonrisa que puede; y en una peligrosa maniobra que podría volverse en su contra, la invita a la costanera, ahí frente al río. Un lugar en donde bajarse del auto, mirar la luna sobre el río y matarse a besos pintaría como lo más adecuado.
Es un momento de real confusión para nuestro caballero, ya que entran en franco  conflicto sus enormes deseos sexuales,las  horas de calentura frente a la pantalla, enérgicos momentos de autosatisfacción a partir de las palabras mágicas de esa mina, y la persona que tiene ahí, al lado, en el asiento del acompañante del Dodge 1500.
Es tan fea que no puede mirarla. Pero tiene que mirarla igual y conversar. Es tan pero tan distinto lo que está pasando ahora de lo que pasaba en el chat. Me odio, llega a pensar.
En el medio de una charla que intenta retomar los temas chateados, su mirada evasiva y el entusiasmo de Claudia, un llamado telefónico por un problema de vómitos con una de las pequeñas hijas, lo salva rotundamente.
Dios existe, piensa.
Ay, Federico, me voy a tener que ir, la más chiquita está descompuesta, no voy a poder quedarme.
Por supuesto, Claudia, tus hijas son lo más importante, no lo dudes ni un minuto, ya te alcanzo a tu casa.
Bueno pero esperá, le dice ella, y se le abalanza con la boca abierta, la lengua ardiente y todo el fuego que es capaz de alimentar una mujer tras largos tiempos de abstinencia; incluye hornallas al máximo, calderas del infierno y vaginas dentadas.
Allí está la hembra más deliciosamente horrible de Flores, besándolo con pasión y ofreciéndole todas sus redondeces, su aliento, su onda y casi casi también su alma (diabólica, a este punto).
Federico cierra los ojos con la esperanza de que el contacto corporal encienda lo que se había encendido antes. Antes de verle la cara en vivo y en directo. Pero la magia no aparece, ni siquiera la cerveza ni el toque de las lenguas ni las manos entre las piernas logran desatar las verdaderas ganas de meterla en su cama.
Dios existe, repite Federico, mientras maneja de vuelta a su casa después de dejar a Claudia en la suya.
Turbado y confundido, se ríe solo. Menos mal que la nena vomitó, dice.
El nivel de adrenalina en sangre empieza a normalizarse, todavía le tiemblan las manos y se rasca el cuello, donde la saliva mezclada con el rouge se le pegotea al borde de la camisa.


4 comentarios:

  1. jaja,
    no te ahorraste ninguna metáfora: "hornallas al máximo, calderas del infierno y vaginas dentadas",
    manso afrecho tenía la gurisa (para los no entrerriano parlantes, no existe ningún insulto en la frase precedente),
    Saludos

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  2. hola Pan! qué alegría tenerte seguido por acá!
    Manso afrecho la gurisa y mansa mala pata el tape, eh? Fo!
    abrazo!

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  3. si, pobre gurí. igual es parte de la ruleta de ese juego...
    che, "tape" no lo tenía, pero cierto que vos eras del barrio de Parque Sur, y yo del del Puerto, con lo que los dialectos difieren... (este platense haciéndose el entrerriano, dirá alguien...)

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  4. Yo Barrio Los Tanques. Aprontamos el mate y nos comemos un "carlitos" en la peatonal? bueno, che, charlemos por mail, eh? ja!
    abrazo de loba marina

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