jueves, 26 de mayo de 2011

Dolores, de Gabriela Cancellaro*


Me duele una muela. Me hice un tratamiento de conducto y creo que algún nervio quedó vivo, porque cuando me descuido y la rozo con la de abajo me sacuden pinchazos de dolor. Me resisto a ir al dentista aunque empiezo a convencerme de que no tendré más remedio si la cosa sigue así.

Lo comento elevando la voz sobre los paneles del box en el que paso el 30% de mi semana. Desde la otra punta del pasillo abarrotado de divisiones de durlock oigo a Amanda.

-          AY ay ay mi cabeza, mi cabeeeeza.

Amanda es una vieja mala, una hija de puta. Esas minas que se han quedado solas en la vida porque sus hijos decidieron irse lejos al comprobar que estar cerca de ellas en la vida adulta sólo les produciría conflictos y sufrimiento innecesarios. Amanda pasa los días en busca de coincidencias que le permitan conversar al lado del dispenser de agua, y no se da cuenta (o finge no hacerlo) de que cuando ella llega al dispenser los que están allí se evaporan.

Hemos llegado a pensar que Amanda es en realidad una trampa del gerente, una especie de rompehuelgas minorista, que con su sola presencia desintegra cualquier posibilidad de comunicación entre el resto de los miembros de “su equipo”, como a él le gusta llamarnos cada vez que se dirige a nosotros pese a nuestras miradas hostiles. Amanda llega primera y se va última, como si lo más divertido que le pasara en el día fuese estar allí entre esas cuatro paredes blanco tiza, bajo esos tubos fluorescentes que yo estoy segura que dan cáncer.
Y a Amanda le duele la cabeza.

Trato de retomar el hilo acerca de mi muela pero el “ayayay” que se oye de fondo me lo impide. Cada vez que empiezo a hablar, ella dice algo como “es del lado donde una vez me caí, puede ser una embolia”, o “es como un latido, bu-bum, bu-bum, bu-bum, bu-bum”. Y con el bu bum de fondo que se impone al tacatacataca de los teclados, yo trato de redondear la idea, a ver si alguno me puede decir una palabra de consuelo o darme algún pretexto que me tranquilice y me impida pensar en que tendrán que volver a meterme un torno en la boca para solucionar un problema que no estaba allí antes de que me metieran un torno en la boca. Mientras tanto pienso que no hay manera de que un dolor de cabeza sea tan terrible como un nervio que debería estar muerto y no lo está.

Alguien (creo que Federico) se apiada o se cansa y le ofrece un analgésico, pero Amanda es alérgica y lo rechaza. Oigo una silla que se desplaza hacia atrás y escucho unos pasitos que reconozco mientras se acercan por el pasillo. Su voz no tarda en sonar a mis espaldas.

-     ¿A vos te gusta la obra social?

Le digo, sin levantar la vista del teclado, que éste tal vez no sea el mejor momento para hacerme esa pregunta, porque estoy dolorida y mi opinión puede verse influenciada por ello. Hubiera sido mucho más fácil contestar que sí. Pero estoy enojada con Amanda por haber interrumpido mi queja y mi dolor auténtico por uno que estoy segura que es inventado. Es que Amanda está loca. En el fondo, no la mando a la mierda porque me da miedo que el día que decida matarnos a todos yo caiga primera por haber disparado su ira. Me da miedo que ese día entre y se me venga al humo a mí primera, que no podré esconderme y huir mientras ella liquida a algún otro compañero.

-          No – continúa – porque yo fui a la guardia una vez que me dolía el estómago, ¿y sabés qué me dijo el médico? Que eran gases. Me mandó a casa y no me dio nada de tomar. No sabés la noche que pasé.
Escucho el movimiento de la silla frente a la mía, detrás del panel que tengo cubierto con imágenes de vacaciones, familia y amigos. Me imagino a Soledad que se asoma por los costados y mira a Laura de un lado y a Alejo del otro. Casi los veo mientras los tres se ríen en silencio de lo que me pasa.
Le explico a Amanda (con la mayor amabilidad posible por el temor a volverme su objetivo a masacrar) que estoy terminando algo muy importante, que necesito concentrarme, que me disculpe.

-          Claro, claro.

Se aleja por el pasillo, una oleada de dolor me sube desde la encía hasta el ojo que cierro como si tuviera un tic nervioso. Los pasos se detienen y oigo el giro 180 grados, previo a que los pasos vuelvan a acercarse a mi box.

-          Sabés qué, querida, yo voy a hacer una carta, apenas se me pase este dolor de cabeza, exigiéndole a Sergio que nos mejore el plan de la obra social. Le voy a contar lo de los gases y esto que te pasó a vos, después la firmamos las dos y yo se la entrego, ¿te parece?

Quiero decirle que Sergio no puede mejorarnos nada. Primero porque no quiere, segundo porque Sergio es el forro de seis tipos que están encima de él y que con nosotros puede dárselas de gerente, pero todos menos ella sabemos que en realidad es un triste lameculos de cualquiera que tenga una oficina medio metro más grande que la suya.

Mientras miro a Amanda que se agarra la cabeza como si tuviera miedo de que se le fuera a escapar materia gris por alguna parte, un pinchazo me sacude la boca y sube hasta la sien. Amanda dice algo más pero no la entiendo, asi que asiento y giro mi silla dando por terminada la conversación. Ahora sí, Amanda vuelve a su escritorio. Por el camino repite “bu-bum” y comenta como al pasar que está un poco mareada y que está segura de que el botiquín de primeros auxilios no tiene los implementos para curarla si se cae desmayada y se parte la frente. El tecleo de los otros dieciocho empleados me rebota en la cabeza, como música de fondo de los quejidos de Amanda.

Vuelvo a mis planillas. Mientras trato de controlar el dolor, me pregunto por cuánto podrá conseguirse una ametralladora en el mercado negro.



* Gabriela Cancellaro, guionista, docente en la Facultad de Ciencias de la Comunicación (UNLP), feminista, escritora, cantante in progress y diosa.

www.noentiendonada.wordpress.com
www.acidocatartico.wordpress.com

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