domingo, 9 de octubre de 2011

LUNES: La Basílica


El sonido que flota cuando uno entra en la Basílica es amplio, rebota, asusta, hace eco, se reproduce indefinidamente. El ruido es tan impresionante como su arquitectura. Enorme, color rosa viejo por fuera y por dentro, techos cóncavos,  confesionarios de madera tallada, imágenes hacia los costados, un Jesús europeo-entrerriano con gesto lúgubre, un órgano antiguo que todavía suena, un altar largo e impecable y los chicos de acción católica que cantan con la guitarra en la misa de los sábados y los domingos.
Juanita dirige la parte musical de liturgia, a la que concurren los nenes que van a tomar la primera comunión. Los hace ensayar las canciones de la misa y lanza su voz desmedida al eco tremendo de la iglesia. Lo hace bien, y todo indica que ama cantar tanto como a Jesús. A veces se le va la mano y grita –tiene ese tono aflautado, tipo bocina-, sobre todo cuando practica con los chicos el Himno a Concepción del Uruguay.

El lector se preguntará sobre la mezcla entre lo sacro y la canción patria, y es que en la Basílica descansan los restos del Gran Urquiza, el valiente caudillo federal que desbancó a Rosas y se ganó el odio de los porteños unitarios. En Concepción del Uruguay hay una mixtura natural y espontánea entre la historia política y económica del país y la iglesia. Bueno, como en general en la historia argentina. Pero en ese lugar, la Basílica los reúne de un modo fluido y normal, es común que los chicos que van a tomar la primera comunión ensayen ahí el himno a su ciudad.

Respecto de la calidad compositiva, complejidad armónica y profundidad de la letra de ese amado cántico, sólo diré que no es menos que espantosa.
Pero qué tanto, cuando uno lo canta con fervor patriótico-localista lo que menos importa es si suena bien, si la letra dice algo que valga la pena escuchar o si la melodía es  agradable. Parece un hit de Palito Ortega, es pegadiza. La empezás a cantar y se te queda en la cabeza como un chicle que no te podés sacar del pelo. Si se hubieran esmerado un poco más, sería un placer cantar la canción de la tierra de uno. Pero no.

La Basílica no es sólo la casa del Señor y del Gran Urquiza, también es un sitio musical. El coro municipal, más conocido como el coro de Juanci, despliega sus voces y actuaciones allí con frecuencia, aprovechando que el sonido se magnifica y no es necesario desgañitarse la garganta para que se escuche bien fuerte. Lo mismo cuando hay visitas de coros extranjeros, grupos instrumentales de cámara y conciertos de profesores y alumnos avanzados del conservatorio. Es un lugar apto para que la música se desparrame e impacte como si la voz del mismísimo dios se diera a conocer en ese acto.

Sin embargo, es particularmente un recinto social.
Sobre todo sus escaleras, a la salida de la misa de la tardecita de los sábados. Los adolescentes usan ese espacio para encontrarse, mirarse, hablarse, invitarse. 

Nos vemos en la Basílica a la salida de misa es de las frases que uno más escuchó en sus años de secundario. Esas escaleras sirven para mostrar la pilcha nueva, flirtear con pasión, chusmear (no hay mejor verbo para la ocasión) quién pasa por la vereda, o en la vereda de enfrente, la de la Plaza Ramírez, o en el auto, despacio, por esa calle. Quién cambió el coche, con quién se acompaña. Quién se toma un helado en la heladería de al lado, quién sigue hasta La Delfina a media cuadra. Quién saluda, quién no.
Es una perfecta platea para pasar las tardes de ocio, a partir de septiembre,  cuando empieza el calor húmedo y hay que evitar los mosquitos como se pueda. Sobre todo en la época en que encontrarse cara a cara era lo único que teníamos, sin pantallas de por medio.

En la época del carnaval, cuando desfilan las comparsas alrededor de la plaza Ramírez, la gente usa ese lugar para sentarse a ver. Adelante están las sillas en la vereda, el sitio que se compra para disfrutar sentado del espectáculo, pero siempre queda la opción de amontonarse en los peldaños. Para apreciar desde allí a las bailarinas aceitadas y esculturales, las batucadas enardecidas y los espaldares con plumas y lentejuelas. En otra época, el corso era espacio para los mascaritas, muchachos borrachos y bailanteros que se ponían en la cabeza una especie de casco de tela con mayor o menor producción, imitando una suerte de máscaras, lejanísimas de las que se lucen en el carnaval veneciano.

Esa iglesia da para todo.

Si dios existiera, fuera entrerriano y amigo de satán, sé que se juntaría con él a tomar una birra a la salida de la Basílica. 

2 comentarios:

  1. jejeje. está muy bien descripta la sensación de tardecita de pueblo o ciudad chica. y la iglesia como lugar de paso, integrado a la vida social.
    gustome la crónica, querida mía.
    abrazo,

    ResponderEliminar
  2. lindo el chupelatín, jeje. gracias querida.
    abrazo de pescado de río!

    ResponderEliminar