martes, 25 de octubre de 2011

El océano


Breve comentario acerca del concierto del coro de cámara Vox Ensamble en el oratorio del Asilo Unzué, el 22 de octubre de 2011, en la ciudad de Mar del Plata.


El Oratorio del Asilo Unzué es un lugar que empalaga por su estilo rococó y por la mística que entrama lo sacro con el exceso de adornos y pintura dorada. Hacía tanto que no entraba a una iglesia. Y que no me sentaba en esos bancos de madera duros e incómodos. Y que no iba a un concierto de coro de cámara. Y de música culta.
Se sabe que la acústica de esos sitios es ideal para las resonancias corales, que se propagan con pequeños ecos y la música se amplifica. Ese solo detalle acerca del tipo de sonido que se produce, le confiere un carácter particular al asunto. Uno se siente envuelto por las voces, o siente que las voces se elevan, o que vuelven a descender en una especie de onda gigante que engrosa la atmósfera. O también que las imágenes, los cristos y las vírgenes mueven la boca, los ojos, el pecho al respirar, transpiran, tiemblan sus manos, por el sólo hecho de que las melodías y los acordes les dan vida, resucitan a cualquiera, son una suerte de savia o sangre vivificadoras.
Se puede realizar una prueba sencilla y efectiva: una película de terror vista sin sonido no produce para nada el efecto de miedo que provoca cuando se la ve con los sonidos y las armonías que la acompañan -a esta altura, diríamos que no acompañan a la película sino que son parte de ella-. Todo esto para afirmar que la música es algo que está escencialmente vivo y que hace vivir. Y que un coro de cámara, por ejemplo, que suena bajo la cúpula y frente a las columnas y las paredes extrañas de un recinto como éste, es por unos minutos, magia pura.
A quien no pasó por la experiencia de escuchar un concierto en una iglesia, se lo recomiendo fervorosamente.

En Vox Ensamble son catorce cantantes, coreutas para ser más específica. En el concierto al que asistí, la afinación oscilaba entre muy buena y exacta (elemento fundante de una experiencia que sea agradable a los oídos). La afinación lograda y los finales precisos, de frases o de la obra misma, equivalen a un gol de media cancha (algunos años como coreuta y buenos directores le enseñan a uno que hay pequeñas cosas que delimitan una base sobre la que se asienta lo que después será más o menos digno de oír).
                Además, la paridad de las voces se ajustaba cómodamente, sin vozarrones masculinos o chillidos femeninos (léase: bajos, tenores y sopranos) que cortaran el juego de las melodías, que pelearan a los codazos por sobresalir. Por momentos, el ensamble era casi perfecto.
Al oír la interpretación de varios madrigales, uno podía imaginar el entramado de las voces como una unidad que camina, como un personaje que avanzara por la calle con los árboles enganchados en sus brazos y la casa sobre la cabeza y los perros en cada pie y los pájaros en las orejas. El madrigal me suena a seres que se mueven hacia adelante con otros seres articulados, nadie se pisa, los pasos se desplazan sin molestarse pero en interrelación con los otros.
El director: un espectáculo en sí mismo. Simpático, canchero y afín al público, no se reservó chistes y caras graciosas antes, durante y después del concierto. Los que pasamos por coros sabemos que los directores suelen ser señores muy exigentes, malhumorados y nerviosos (no hablo de “las directoras”, tema para otro post), sobre todo si tienen certero afán por la excelencia. Sin embargo, Luciano Garay logró dirigir un coro de cámara con muy buena calidad musical, gesto distendido e incluso divertido.
Lo normal en un coro de cierto nivel es una atención permanente y afilada de los coreutas hacia el director, una mirada que no se corre de sus manos y gestos, o a lo sumo va desde él hacia a las partituras, en vaivén. Vox Ensamble mostraba esa atención extrema, y al terminar cada obra el director gesticulaba un “Bravo!” hacia sus cantantes. Evidentemente, todos estaban  a gusto.

El Oratorio del Unzué no deja de parecerme un lugar raro, repleto de historias tristes de jóvenes internadas, y es fácil imaginar que reinaba no menos que alguna oscuridad por esos días.
Pero la música convierte a las cosas en otras cosas, las transforma y las mueve.
Vox Ensamble transformó el lugar en una bocanada de belleza. Y no puedo más que recomendar que lo escuchen cada vez que quieran sumergirse en un océano del que, estoy  segura, estarán felices de no salir con vida.



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