domingo, 30 de enero de 2011

EL POST DE LOS LUNES: Arena

John Cheever


“Irene permaneció un minuto ante la monstruosa caja, avergonzada, asqueada, pero mantuvo su mano en el interruptor antes de apagar la música y las voces, confiando en que el aparato quizá le hablase amablemente”, La monstruosa radio, John Cheever.


Está fresco pero hay sol, me acuesto en la arena, sobre la lona blanca, apoyo la cabeza encima del bolso donde guardé una botellita de agua, la pantalla solar, dos barras de cereales, el celular, las llaves y saco el libro de Cheever.
El sol no calcina porque el viento lo refresca, engaño repetido en este lugar: el sol sí calcina y el viento sólo está ahí para mentirnos. Al mar lo tengo bastante lejos, hay mucha gente y eso que aún no es temporada de verano. Me quedo acá, me gustó este lugarcito entre una chica sola, una parejita silenciosa y una familia que tiene sombrilla, mate, facturas, niños y parientes, unos cuantos.
A los diez minutos no me gusta tanto, porque la abuela de la familia habla a los gritos y no me deja otra opción que escuchar sus conversaciones. Pero como en el medio intento leer a Cheever, se me van diluyendo esas voces y se elevan las de los otros personajes. Me deleito con “La monstruosa radio”, cuento que definitivamente ya nunca podré olvidar.
Dejo el libro y me duermo, y otra vez las voces de la familia escandalosa se meten entre mis divagantes imágenes oníricas.
Estoy sola.
Mi hijo está con mi ex, no tengo planes, y ciertos pensamientos de los que hoy no voy a hablar todavía me persiguen.
Pasan dos horas, ya dormí, ya tomé sol y ya leí tres cuentos de Cheever. Miro alrededor, todo el mundo en lo suyo, hablan de actualidad, otros tocan una guitarra, duermen, se miran entre ellos, se pasean señoritas con estrechísimas bikinis y algunos muchachos que andan de pesca.
Dudo un momento.
Me levanto, guardo mis cosas y camino por la arena hacia la retirada.
Otro día, nada en particular. Nada en especial. Ningún sentido anima esta tarde. Me sorprende ese golpe de lucidez. Ese cuento, la miseria humana, lo que somos, ni más ni menos.
Nada me espera hoy, salvo escribir.

viernes, 28 de enero de 2011

siglos

presumo que ningún poema va a nacer
hoy
menos a esta hora
menos en este lugar
donde no puedo encontrar un espacio
para estar sola
o dejarme acompañar
por los otros en mí
que sólo me toman cuando nadie
me ve

presiento que la noche
me está devorando,
siento su lengua seca y sus ojos
blancos
morderme los codos y las manos,
reírse silenciosa con cada bocado
y dejar los huesos en el plato,


sospecho que este calor negro
y los grillos que gritan
desencajados
van a asesinarme con un beso

huella de aire
con olores raros
y arena en la costa

nada es igual a nada
y sin embargo
que estoy en esta escena
desde hace siglos.


Isla Libertad, Gualeguaychú

martes, 25 de enero de 2011

justo


Parece que quedé justo en el medio entre la modernidad y la posmodernidad, entre la soltería bien y la soltería mal, entre la juventud y la madurez, entre el río y el mar, entre Magoya y dios muerto, entre el primer puente de Zárate-Brazo Largo y el segundo, entre la paz y el nerviosismo, entre el tomate y la pizza, entre la religión de Freud y el ateísmo, entre la siesta y moverse, entre la tristeza y el respiro, entre estar y no, dormir y arrancar, deshacerme y armarme, entre el silencio y lo que aturde,
parece que quedé justo
justo
en el medio.

domingo, 23 de enero de 2011

EL POST DE LOS LUNES: Pulp

Charles Bukowski
“- Este tipo tiene un problema –me dijo señalando el libro.
                - ¿Cuál? –le pregunté.
                - Considera que el aburrimiento es un arte.
                Devolvió el libro a su estante y se quedó allí sin hacer nada, con aire de Céline. Le miré.
                - Esto es increíble –dije.
                - ¿El qué? –me preguntó.
                - Yo pensaba que usted estaba muerto –dije yo.
                Me miró.
                -Yo pensaba que usted también estaba muerto –dijo él.”  Pulp, Charles Bukowski.


Tirada en la arena, al sol terrible de la tarde de enero. Con Pulp de Bukowski entre las manos, deglutiéndolo a bocados. Estoy en una carpa, entre las frases ácidas de Charles pasean mis sobrinos, mi hijo, los vecinitos de la carpa de enfrente, de la vuelta, del costado. La música cada vez más fuerte que proviene no sé muy bien de dónde, se mezclan porque son dos músicas distintas. Una me llega desde la izquierda, otra de la derecha, en el medio: mis oídos, la bikini negra y yo.
Parece que la Señora Muerte está re fuerte y que el protagonista es un pelandrún adorable, el viejo Charles me hace matar de risa. Si hasta lo veo, hablándome borracho y diciéndome cualquier banalidad con ironía y estilo. Me encanta.
Me estoy cocinando bajo este fuego pero no pienso moverme un centímetro porque quisiera dejar de parecer una muerta con este color blanco ataúd. Y me la aguanto, transpiro y mastico mi Pulp y un poquito de arena que vuela hasta mí cuando los niñitos pasan corriendo a mi alrededor.
Estoy acá y no estoy, como me pasa tantas veces. Acá mi cuerpo, el libro, la arena, la gente, sí sí, no estoy loca, sé que acá están las cosas.
Y sin embargo, puedo verlo todo desde afuera. Puedo mirar la escena como si volara por encima de las cabezas, de mi cabeza, y es un circo, un planeta, una situación que no me pertenece. Puedo quedarme toda la tarde, de hecho me quedo. Y también sé que no estoy aquí, no completamente.
Charles se ríe de todos, y me río con él. Porque es un viejo inteligente y malhumorado, y yo también estoy malhumorada hoy.
No es que no le encuentro la vuelta a la vida, la vuelta no me encuentra a mí.
Señales de humo le hago, le mando un mail, le grito. Y es sorda como una tapia.

El hechizo se termina cuando una amable vecina de carpa se acerca a conversar.

Por ese golpe de realidad y educación, me levanto, sacudo la arena, cierro Pulp, me ato el pelo, tomo agua, saco las galletitas, ofrezco, sonrío, pregunto, busco temas, miro a los chicos, guardo el protector solar y me convierto de nuevo en una señora
normal.

viernes, 21 de enero de 2011

"Demonios, arriba"


Uso el celular como despertador, pero no la “alarma” sino la función “recordatorio” porque el sonido me resulta más tolerable. Odio, odio soberanamente la bocina del despertador. También odio la del recordatorio, pero menos. Y como el celular da la opción de poner unas palabras, para saber precisamente qué es lo que uno quiere recordar, yo puse “Demonios, arriba”. Y hoy me colgué leyendo eso. Cuando por accidente, revisando y borrando mensajes, me lo encontré, lo leí: “Demonios, arriba”.
Puteé cuando lo escribí, me acuerdo. En vez de poner “Mierda, arriba” o “Puta que lo parió, arriba”, puse “Demonios”. No sé, me salió el castellano neutro, yo qué sé. Me gustó y lo dejé.
Y hoy me preguntaba si los demonios se levantarán conmigo todas las mañanas. Si creerán que es un llamado, un mensaje a ellos, un imperativo “Demonios! Arriba!”. Si cada día que ese artefacto tedioso suena y me rompe el sueño que con tanto esfuerzo logro mantener algunas horas, esos mal habidos abrirán también sus ojos y sus bocazas salivantes de colmillos y tinieblas. 
Si tendrán lagañas, si putearán como yo por levantarse. Si dormirán en parejas, solos, si son putos los demonios o binorma, si carecen de sexo (lo dudo). Ésos son los ángeles. Ni a palos los demonios. Cómo será el sexo que mantienen los demonios.

Eso me preguntaba hoy, mientras buscaba el protector solar y borraba unos malditos mensajes en el celular.

jueves, 20 de enero de 2011

Acerca de Magoya

Ahora que lo pienso, Magoya es un barrio? un señor? un país?
una marca de algo tipo neumáticos o algún otro objeto del que no entiendo nada?
un compositor de tangos?
un autor de best sellers?
un vecino?
un buen hombre? un hijo de puta?
un ex presidente?
un empleado de la AFIP?
un trava?
un zapatero?
un sector que sólo se visualiza en un mapa satelital?
un planeta?
un insecticida?
el nombre de una calle, de esas que están lejísimos y hay que tomar dos colectivos para llegar?

martes, 18 de enero de 2011

El sentido

                                      "...en las grandes épocas de la fe, las épocas anteriores a la muerte de Dios (...), la maldición divina tenía todo su peso. Hoy ya no tenemos el sentido de la tragedia e incluso somos incapaces de tenerlo, porque ya no tenemos el sentido del destino". Colette Soler, psicoanalista francesa contemporánea.


Se despierta y logra reaccionar con una enorme dificultad. La resaca le demora el esfuerzo por abrir los ojos, la luz ya empezó a entrar a través de la cortina roja. Un cierto viento también la mueve, aire y luz se confabulan para manipular el trozo de tela y para molestar a los párpados.
No fue el aire ni la luz lo que lo despertó, ni la conciencia, sino el concretísimo y pueril despertador con su bocina espanta-sueños, agitador de taquicardias matutinas.
Se levanta con mal gesto y lo apaga, decidido a hacer fiaca los próximos diez minutos. Tras los cuales se levanta, resignado, cruza la puerta hasta el baño, lava su rostro pálido y putea frente a la imagen de cadáver con sueño. Últimamente -digamos, desde los últimos quince años- comenzar el día conlleva un desasosiego blanco. Peso, cemento, fuerza de gravedad exagerada. Con variaciones, claro, en tanto tiempo: los años del amor, el placer del abrazo, fines de semana en la cama con ella hasta cualquier hora. Después la vida, las obligaciones y siempre los malos humores, la abstinencia y la separación. La inefable mezcla de alivio y desamparo, respirar tranquilo y morirse de tristeza.
Y pronto subsanar los despertares con un nuevo amor -incalculado, como todos los verdaderos amores-. Más luminoso, más habitado por esas criaturas de poco fiarse, las ilusiones, de las que poco habla -siempre habla poco-. De las que no puede escapar. Como casi nadie. Él es uno de los que se muestra sin convicciones, sin metas, sin ilusiones, y sin embargo... cuando le muerden las orejas, la barbilla, los dedos, son irresistibles.
O sea que los amaneceres mejoraron y levantarse no tenía el tedio que ahora carga sobre su espalda y su cabeza llena de ideas pegajosas.
Y luego, y aún no se lo explica, esas mañanas volvieron a transformarse en pesadillas.
Las noches y las mañanas son espléndidos momentos para surtir reproches, enojos, pasadas de factura y otras delicatessen de la vida cotidiana de cualquier pareja.
No comprendió ni comprenderá el extraño, rebuscado jeroglífico y aterrador mecanismo de las mujeres. El miedo lo asalta frente a esa especie de la que no puede prescindir y que le trae de todo, especialmente pánico.
Esta última mujer había terminado de convencerlo de que el amor no es para él. Aún está en ese proceso, ahora, levantándose pesado y puteando la luz de ese sol ajeno.
Se ceba un mate, mira la fotografía nublada de vapor en esa esquinita, perdida la imagen entre palabras y palabras sin importancia.
Su presencia todavía lo inunda, aunque no quiera hablar de eso.
Oscila entre terminar de despedirse y retenerla en el recuerdo. Va y viene, va y viene.
A veces, alguna otra mujer -inexplicablemente atraída hacia él, al límite de lo poco conveniente, al borde del desborde- lo hace olvidarse un rato.
Guarda un par de libros en su mochila, toma el último mate, enciende un cigarrillo, mira la ventana, mira a la nada, pone un disco, se queda fumando parado en la cocina, apoyado en la mesada.
Suena el timbre. Baja la escalera y ni oye los ladridos, están incorporados a su rutina auditiva y a los despertares de toda clase.

Abre la puerta.

Sólo basta abrirla.

Sólo bastan los abrazos pequeños e inconmensurables, apretarse en esos cuerpitos palpitantes, sonreírles y verlos sonreír. Como tal vez alguna vez -o como tal vez nunca- su padre lo abrazó.
Sólo bastan esas vocecitas incapaces de inhibir los pedidos y esos ojos en los que él revive para que empezar el día tenga, al fin, un sentido.



Fotografía: Henri Cartier Bresson

domingo, 16 de enero de 2011

EL POST DE LOS LUNES: Yo también fui turista

                             Para Marta, Enrique, Flor y Ana

Cuando era una nena, y después una adolescente, el primer signo de que nos acercábamos  a la ciudad del mar y los paseos era el viento con olor a sal que entraba por las ventanillas abiertas. Recuerdo con un placer tan limpio y diáfano ese olor. Cansados por las horas de viaje, las tres hermanas alternando entre pelearnos, hacernos cosquillas y cantar, hablábamos de eso, del olor del aire. Qué absoluto placer. Además, el otro placer, el de la temperatura ya unos cuantos grados más abajo que el agotador sol entrerriano del que veníamos.

(Nota: cantábamos fuerte y desafinábamos a propósito, recreábamos canciones del coro de Omar, al que asistíamos las tres, pero hacíamos versiones que sólo a nosotras nos hacían reír, inolvidable “La Neve”. Nuestros pobres padres tenían los tímpanos inflamados y dejaban de reírse a los dos minutos de nuestro recital. Nosotras nos descostillábamos).

No puedo olvidar ese aire de sal. Y no hablo del olor a puerto que dos por tres inunda la ciudad y que las fosas nasales ya ni huelen, por la normal adaptación de los seres vivos a su hábitat, dicen los biólogos. Hablo de la sal en la humedad del ambiente, que no sólo olíamos sino que sentíamos en la piel, en el pelo, en la boca. En mi recuerdo, hasta notábamos las manos pegajosas y nos lamíamos los dedos para comprobar que se trataba de la atmósfera indudable del lugar.
Casi siempre parábamos en Santa Clara del Mar, nos encantaba. Había que ir a la playa todos los días, porque no importaba cómo estaba el clima sino que habíamos viajado muchos kilómetros y veníamos por unos días y si hay viento o llovizna a bancársela que para algo vinimos. Y hay que mirar el mar, decía papá, hay que mirarlo mucho que no saben si lo van a volver a ver.

(¡Ja! No sospechábamos ni remotamente que iba a ser el lugar para mi vida, siglos después).

Detrás de la sombrilla puesta bajita y contra el viento, masticábamos arena varias horas y éramos felices. A veces las olas nos revolcaban, y sitúo allí el origen de mi desagrado por el juego marino. Habrá gente a la que le divierte mucho, pero desde el vamos, para mí, el ahogo entre las olas marinas y su movimiento hecho de imprevistos y fuerza exagerada, era poco feliz.
Yo venía del río Uruguay, caliente como sopa recién sacada del fuego y quieto como espejo perezoso. Ahí sí jugábamos a ser peces horas y horas en el agua. El mar era otra cosa. Nos metíamos, por supuesto, porque qué era eso de viajar setecientos cincuenta kilómetros y no meterse al agua. Hasta barrenábamos con esas tablitas de telgopor típicas para niños. En fin.
A la noche salíamos y conservo con auténtica alegría las huellas del recorrido por la peatonal, la rambla, los cines, la casa de Emma.
Cuando me llegó la pubertad empecé a recibir entradas para boliches e invitaciones a salidas nocturnas por amables y cancheros muchachos en la playa. Obviamente nunca asistí a ninguna de esas salidas. Mis padres no me hubieran dejado y yo no me hubiera atrevido.
Yo venía de Búffalo y de Mon Cherie, boliches de mi pequeña ciudad a los que conocía como se conoce a la gente del barrio. Los boliches de Mar del Plata encerraban misterio, lo desconocido y adolescentes bonitos y demasiado cancheros para lo que toleraba mi entrerriana timidez adolescente.
De todos modos, recuerdo cómo me gustaba usar minifaldas. La tipa no bailaba, no daba bola a nadie, pero mostraba las piernitas contorneadas y se pintaba la boca de un modo en que jamás lo volvió a hacer. Sí, me delineaba los labios (que quedaban de un tamaño descomunal, por cierto) y me movía con tímida seducción meneando mis piernas al descubierto y el pelo larguísimo. Y pánico a que cualquier chico se me acercara.
Qué graciosa es la adolescencia vista desde afuera, desde adentro pero fuera del tiempo.

No puedo más que sonreír cuando me abraza la memoria de mi vida como turista aquí. Y cuando mis conciudadanos se quejan (¡cómo se quejan los marplatenses!) de la invasión turística.
No puedo más que sonreír cuando me cruzo con las familias de turistas que caminan hacia la playa o por el centro con ese gesto de disfrute y asombro como si estuvieran en Hollywood o en el Caribe.
No puedo más que sonreír, ahora que ya me acostumbré y no me asombra ningún olor y ningún sabor a sal en el aire, y el frío se me volvió parte de la vida, y voy a la playa si está lindo y sino no, y me meto al mar si tengo ganas y sino no.


Fotografía . Concepción del Uruguay,  Entre Ríos.
                                                                              

sábado, 15 de enero de 2011

mar


el mar me mira todo el
tiempo
no tiene ojos
ni boca
y sin embargo me habla
me murmura
me grita
o me aturde
según la hora, el día
o el grado de oscuridad
que tenga dentro
mío

se revuelca y se tuerce
esa cosa llena de agua
que pierde de amor a los porteños
de vacaciones
y cada tanto se traga
a alguno

me gusta
quedarme en los ojos
que no tiene
como si esperara los míos
como si le importara al menos un poco
mi vida
y sé que si me tocase,
si le diera permiso,
la piel moriría
perdidamente
enamorada

pero nunca lo dejo.

lunes, 10 de enero de 2011

EL POST DE LOS LUNES: HEBILLA

Buen día! ya que los lunes son tan desagradables, y visto que no tenemos forma de eliminarlos, al menos empecemos el día con algo nuevo para leer... Feliz lunes!


Hebilla.

Ya entendí, piensa. Y se toma el mate largo y caliente, amargo como el caer sucesivo de los días y los domingos a las siete y media de la tarde en invierno. En Mar del Plata. Sin tele y sin compañía.
Ya entendí.
Y se pone el pelo detrás de la oreja. Y mira un momento por la ventana que da a la calle, a través de las cortinas de lienzo adornadas con puntillas rústicas. La luz entra con insistencia, así y todo no logra iluminarla. Mira y nadie pasa por la vereda ahora, salvo el 241 que para justo en esa esquina, por eso se lo oye y se lo ve por la ventana a cualquier hora del día.
Traga saliva y otro mate lento como el exceso de tiempo del verano de la infancia, lentísimo como esos días eternos que significaban una segunda vida en la vida de los ocho años. Lento como el dolor de los duelos que parece no irse nunca, que obliga a armarse de paciencia o perderla definitivamente, pero siempre gana: hay que esperarlo. Así, largo como esa espera, incierto e inestable es el mate que se toma mientras piensa que sí, que ya entendió.
Entender es aceptar que no es posible, que no es real ni posible verdaderamente, que se produzca lo que desea.
Aceptar es una soga que aprieta la garganta hasta la máxima tensión de que es capaz, es quitarse por sí misma el cuchillo clavado hace un tiempo en alguna arteria y aliviarse del metal, al precio de sucumbir al derroche sanguíneo.
Y sin embargo, piensa mientras el tercer mate le quema el esófago con pericia de incendiario, ya entendí y tiene sus beneficios.
Contra todos los pronósticos de nihilismo ridículo y melancolía encarnizada, hay un extraño alivio en entender. En dejar de presionar el movimiento del mundo hacia un lado imposible. Claro, y se pone de nuevo el pelo detrás de la oreja, es eso.
De ahí viene el descanso. De dejar de empujar la nebulosa de acontecimientos hacia el lado en que los acontecimientos no quieren ir. Al final, ¿quién me creo yo para llevar las cosas hasta ahí cuando la premisa me indica desde el principio que no?, piensa con un mechón de pelo en la mano y se lo echa hacia atrás.
¡Ah! Ya entendí, es como las películas y las novelas de suspenso: la clave del final está al principio.
Y las cortinas un poco corridas, el 241 pasa de nuevo y el perro del vecino de enfrente ladra corto pero fuerte.
Retrospectiva, he ahí una de las respuestas. Ni siquiera hay que ir tan lejos.
Esto empezó de una manera en que estaba escrito su final, piensa y decide atarse el pelo con una hebilla en un rodete desprolijo y definitivo.

sábado, 8 de enero de 2011

Berisso

Nunca voy a olvidar mis primeras veces en Berisso. Por empezar, la línea 202 y su recorrido largo y lento, las dos paradas en que podía bajarme, el planito de memoria para no confundirme (la orientación nunca fue mi fuerte). La casa de tus tías.
Andar por Berisso tenía algo un poco irreal, así lo recuerdo. Era una mezcla de lugar desconocido, gritos callejeros tipo “¡Diubu!” o algo parecido –según supe en ese entonces, extraño dialecto berissense entre los muchachos que vagaban por el centro-, la cercanía del río, los lituanos y todas las colectividades impregnando el ambiente, aire de barrio dentro de La Plata pero con identidad propia.
Cómo olvidar la primera vez que anduve por la Nueva York, cuando estaba en pleno desmoronamiento, en pleno transcurrir del mundo real por sobre una calle que había sido magia pura hacía muchos, muchos años. Me acuerdo que caminamos como dos horas o más por esas veredas destruidas, y me contabas sobre los negocios que antes habían sido espectaculares, que habían dado a la ciudad un brillo que nunca más pudo conseguir, ni con la feria de las colectividades ni con el carnaval de travestis ni con las visitas de Lito Cruz (orgulloso oriundo) ni con nada. Ese día me salieron ampollas en los pies, tenía puesto un vestidito rojo largo y zapatillas. Era jovencita, tenía el perlo larguísimo y la cara redonda, y cualquier cosa me quedaba bien. Todavía no te habías comprado la moto.
La isla Paulino fue otra visita imprescindible. Los caballos andaban entre nosotros, en la arena, tranquilos, caminamos mucho, el lugar era hermoso. Ese día se te cayó el celular mientras andábamos por la arena (y era la época en que los celulares eran unos extraños y preciados objetos) y un tipo nos preguntó si era nuestro. Pusiste cara de “esto no puede ser cierto”, le agradeciste y seguimos ahí hasta la tardecita, cuando Chiche nos increpó por no haberla llevado de paseo con nosotros. 
Qué sitio tan inolvidable y tan raro era tu casa, la casa de las tías.
Cuando la tía Chiche, en el comedor, mantuvo una larga conversación con una de sus muñecas frente a mí, gritando a viva voz y con el modo en que se le habla a los nenes chiquitos “¡Chiquitita, cómo se va a portar usted! ¡Pórtese bien, haga caso!”. Y yo miraba atónita, incómoda, no sabía si tenía que reírme o decir algo o retirarme del lugar o qué. Vos pasaste y me hiciste un gesto de “No le des bola”. Pero en esa época yo era tímida, prejuiciosa, me ponía nerviosa no hacer lo correcto y no había forma de encontrar el modo indicado para actuar en esa situación, ¡cómo hacía para no darle bola!
Finalmente Chiche se apiadó, creo, de mi cara de incredulidad, me miró y me dijo “Dios no me dio hijos pero me dio muñecas”. Y asunto cerrado, me fui a la cocina a buscar tu auxilio.
Chiche era en ese entonces inefable, no se me ocurre mejor adjetivo. Vos decías de ella muchas cosas y no muy agradables, y tenías razón. Pero insisto, inefable le calzaba como anillo al dedo. Intentaba ser amable y se le escapaba una agresión, todo el tiempo. Igual la quería, y lo sabías. Iba y venía con las plantas, con los libros, miles de miles de libros en la casa. ¡Lo que era ese lugar! los libros eran los habitantes, no había dudas. De casualidad quedaba lugar para los cuatro, contándote a vos, a Tota y a Costa.
Tota era lo más parecido a una abuela. Siempre sonreía y agradecía y quería cocinarnos o halagarnos con algo. Se encargaba de Costa y lo protegía como a una parte de su cuerpo. Tota tiene y tendrá un lugar muy bien cuidado en mi corazón.
Los gatos, tema excluyente. Los gatos, dios mío, dueños absolutos del lugar. No puedo acordarme del nombre de esa gata maldita que una vez me hizo estremecer cuando intenté sacarla de tu cama, se dobló toda como se doblan los felinos antes de atacar. Otra vez hizo pis sobre unos parciales. Y no recibió ningún castigo, la muy bestia. Cómo amabas a ese animal, la mirabas del modo en que se mira a las novias, y le hablabas con una dulzura inverosímil. No me puedo acordar el nombre, era nombre de persona, y está claro que ella y yo no fuimos -ni aún con el paso de los años- las mejores amigas.
Burocracia era tortuga mezcla con perro. Corría muy simpática, venía al trotecito cuando uno la llamaba desde la puerta del patio. Era todoterreno, decías vos, y me lo demostrabas poniéndola sobre un escalón: la tipa lo subía.
Esa casa guardaba cosas tan heterogéneas que me da un poco de pudor hablar de eso. Había de todo, desde los dolores más profundos y tremendos hasta los salvatajes, los escondites, los remedios, Tom Waits, los apuntes de la facultad, el amor como nunca antes, los desencuentros, tu madre y el capítulo aparte que lleva por título su nombre, las ex, las fotos y los negativos navegando por todos lados, los fantasmas (de esos había un montón), uf! perdí la cuenta.
Berisso llegó a mi vida como un alud, como un terremoto, como llegaste vos en ese momento, revolviendo lo estable, desbaratando todo, la otra cara de la luna y Pink Floyd. Berisso me abrazó como ET a Elliot, el nene que aprendió a querer lo inquietante.
Como subirse a un colectivo con destino desconocido y ser Alicia en no sé qué país desbordante de miles de cosas.
Guardo cada minuto, de los buenos y de los malos, guardo cada respiración, cada ronquido, cada sábado, cada 214 también, cada película en cine 8, cada sanguchito de Mingo, cada  carne asada del Ruda, cada tarde en la facultad y las reuniones de cátedra, cada ironía, cada mirada, cada chinche.

Porque lo solté, porque lo dejé ir, es que lo llevo conmigo, en el segundo cajón, sin llave.


Fotografía: Isla Paulino, Berisso, Prov. de Buenos Aires.

domingo, 2 de enero de 2011

dudas


¿y si dejo de escribir
lindos poemas de amor?

¿y si finalmente
acuso
recibo?

¿y si me callo
como noche muda en la isla
que persiste en lo negro
a pesar del silencio
con grillos y pájaros nocturnos?

¿y si de repente el río
me pidiese
que anduviera como él
corriendo a las franjas solares
y a las estrellas
endemoniadas de mis noches
de tristeza?

¿y si me convierto en arena
por un momento
y me ahorro los pensamientos
insidiosos
y el pecho quebradizo
y sólo dejo que sea
que el agua me pase su lengua
y algunos peces me respiren?

¿y si te olvido?


Foto: yo. Isla Libertad, Gualeguaychú, Entre Ríos, mirando hacia adentro

sábado, 1 de enero de 2011

Año Nuevo

Al final, cuando todo termina, resta lo verdaderamente verdadero.
Tus ojos de infinita claridad.
Tu voz, del modo en que sea. Del mejor, del peor.
Tu risa y es contagiosa.
Hasta tu llanto y ese hartazgo que dos por tres me atrapa.
Tu siesta. Tu noche. Digamos, tu dormir.
Tu despertar.
Tus ruiditos.
Tus abrazos, ésos no se comparan con nada.

Con nada.

Tus preguntas. Qué difícil encontrar la palabra justa.
Tus cantares.
El sólo hecho de que existas, más allá de mí, más allá de todo.
Y más acá, en todos mis costados.


A mi hijo Tadeo.